FRANCISCO JAVIER NIEVES AGUILAR
La primavera de mediados de abril en Ahuacatlán traía consigo un aire especial, un soplo de nostalgia que hoy me transporta a aquellas calles polvorientas, pobladas de personajes únicos y memorias imborrables.
Era una época más sencilla, donde el tiempo parecía deslizarse lentamente, marcando cada rincón del pueblo con su encanto particular.
Mi recorrido comienza con una encomienda: entregar un pantalón fabricado por mi padre Agapito Nieves, a don Abraham Delgado, ferrocarrilero residente de la calle Guerrero, en el barrio de La Otra Banda:
Misión cumplida, retorno por la avenida 20 de noviembre, una arteria llena de vida y sonidos que aún resuenan en mi memoria.
El aroma inconfundible del pan recién horneado me detiene por un instante. Proviene de la panadería de los Tochos, un rincón donde las mañanas cobran otro sentido gracias a sus delicias.
Decido caminar por la acera poniente. Bajo el puente. Las voces de Bernardo López y don Lupe Figueroa, ambos peluqueros, se entremezclan en una conversación pausada mientras esperan clientes en su establecimiento.
El ruido incesante del molino de nixtamal y la tortillería de don Chico Montero acompaña mi andar.
Cruzo la calle Aldama y, desde ahí, diviso al camión de la basura, tripulado por el infalible Neo, un personaje que todos en el pueblo conocen.
A esa hora, el tráfico peatonal es escaso. Los alumnos de la «escuela católica» están en descanso, preparándose para retomar el turno vespertino.
Un par de pasos más y mi atención es capturada por una fachada azul bajito. La puerta está abierta, y no puedo evitar detenerme a observar.
En su interior observo la figura encorvada de don Francisco N. Arroyo, constituyente nayarita y primer presidente municipal de Ahuacatlán. Lo veo revisando con ternura la mano de su esposa. Una escena cargada de intimidad y serenidad que se queda grabada en mi corazón.
Más adelante, miro a trabajadores descargar mercancía en la «Tienda Nueva» de don José y Lola Ibarra, un punto de referencia comercial en el pueblo.
Mientras tanto, me topo con mi amigo Chicho Balderas, quien también disfruta de un momento libre. Nos sentamos en la banqueta a platicar, pero pronto nos apresuramos a regresar a nuestras casas pues, el tiempo apremia y hay que alistarnos para volver de nuevo a la escuela primaria José María Morelos, turno de 3 a 5 de la tarde.
Ese día quedó grabado como tantos otros en mi memoria, con sus aromas, sonidos y personajes.
Las calles de Ahuacatlán, con sus historias y rutinas, continúan siendo el lienzo donde se pintaron los recuerdos de mi infancia.
Y aunque el tiempo haya cambiado, los ecos de aquel pueblo tranquilo siguen resonando en mi corazón.
Ahuacatlán, en sus detalles más simples, era y sigue siendo un hogar para el alma.
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