FRANCISCO JAVIER NIEVES AGUILAR.
l aire de la noche tenía un aroma a recuerdos. A lo lejos, la música de Los Fredys comenzaba a llenar cada rincón del recinto ferial, en Tepic, con acordes que parecían sacados de una época dorada, una que nunca dejó de latir en el corazón de quienes ahí nos congregamos.
Tanto me emocioné que, pese a estar trabajando con la transmisión «en vivo», también canté, siguiendo tiempos y acordes como si mi voz pudiera fundirse con la del cantante. Sí, sí, ya lo sé; no canto bien, pero lo que me faltaba en técnica lo suplía con sentimiento.
«Déjenme llorar», «Tu inolvidable sonrisa», «Si acaso vuelves», «Aunque me hagas llorar»... cada canción era una pieza de la memoria colectiva, un hilo invisible que nos unía a todos en un mismo eco de nostalgia.
Entre el vaivén de luces y sombras, encontré la oportunidad de acercarme al escenario. Las imágenes que capturaba eran más que simples tomas: eran fragmentos de una noche que quería inmortalizar, instantes de un tiempo que se resistía a desvanecerse.
Pero la emoción me llevó más allá; subí a una tarima colocada justo frente a Los Fredys, buscando la mejor perspectiva, no solo para la transmisión, sino para mi propia alma.
Desde ahí, la visión era sublime: un mar de rostros, en su mayoría de entre 40 y 70 años, iluminados por la emoción de un reencuentro con su pasado.

A ratos, las voces del público se unían en un mismo coro, creando una armonía cargada de historia, de amor, de desilusiones vividas y sueños nunca olvidados.
Y entonces lo comprendí: esta música no solo nos transportaba a la juventud de los 70 y 80, sino que nos permitía revivir emociones que, aunque dormidas, jamás se habían ido.
Por un par de horas, los problemas emocionales quedaron en pausa, como si la música tejiera un refugio impenetrable a las preocupaciones.
Fue una noche mágica, una de esas que se graban en la piel y que uno quisiera repetir una y otra vez, porque en ellas reside el alma de
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