FRANCISCO JAVIER NIEVES AGUILAR.
No fue una, sino muchas veces que, en mi niñez, me avergoncé de mi pobreza. Aquella sensación me abrazaba en los momentos menos esperados, como un viento frío que no encontraba compasión en mis pequeños hombros.
Hoy, desde la distancia de los años y los caminos andados, comprendo que fue un error, porque en esas carencias nacieron mis más grandes metas.
De aquel suelo árido de necesidades brotó un futuro modesto, sí, pero pleno de pequeñas y valiosas satisfacciones.
De niño, envidiaba con un dolor sordo a los pudientes, a los «hijos de papi y mami», a esos que calzaban zapatos relucientes y vestían camisas que nunca conocieron el remiendo.
Ellos, con sus bolsillos rebosantes de «veintes y tostones», eran los reyes del recreo, mientras yo, con mi timidez de trapo, elegía apartarme. Fui un niño retraído, huidizo…. Aún lo sigo siendo.
Sin embargo, cuando cierro los ojos y dejo que el tiempo me acaricie con su memoria, descubro que en realidad era feliz en mi pequeño universo.
Jugaba con mis vecinos, los Varela y los Hernández, en la polvorienta calle de Abasolo. O corría tras los gritos alegres de los Rodríguez y los Romero, allá en la calle Morelos.
Caminábamos por el canal, resortera en mano, cazando lagartijascomo si fueran tesoros vivos; subíamos y bajábamos el cerrito de La Cueva con la ligereza de quienes no conocen el peso del mundo.
Cortábamos nopales y agualamas, acarreábamos leña, y volvíamos a casa con las mejillas rojas de sol y el corazón palpitando de dicha.
Era feliz con mis huaraches de correas, mis pantalones parchados, mis greñas paradas y aquel estómago abultado. Quizá por las lombrices, sí; pero también por el hambre infinita de soñar.
Recuerdo, como si lo viera ahora, las veces que acudí a la escuela Morelos, mi adorada primaria, donde nuestros maestros, con paciencia y ternura, nos celebraban el Día del Niño.
Para aquellas fiestas pedían a nuestras madres una cooperación que yo, en mi pobreza orgullosa, no podía entregar. Y aun así, con mi plato y mi cuchara de peltre en las manos temblorosas, me presentaba, esperando que la compasión me hiciera un lugar. Siempre lo hizo. Aquellos maestros, nobles como robles viejos, nunca dejaron sin alimento a aquel niño cabezón y de huaraches gastados.
Hoy, cuando el presidente de Jala, Toño Cambero, dice que la niñez es la etapa más hermosa de la vida, no puedo más que asentir con una sonrisa que nace desde muy hondo.
El miércoles se celebró el Día del Niño, y desde este rincón de mi existencia, deseo que cada pequeño haya vivido un instante de alegría pura.
Porque sé, con la certeza que solo otorga la nostalgia, que aunque el cuerpo crezca y el mundo cambie, un pedazo de nosotros siempre se queda allí: corriendo descalzo por calles polvorientas, soñando bajo el sol ardiente, creyendo que la felicidad cabe en una resortera, una risa o un plato de comida compartida.
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