Mario Coz
Isadoro Berriozábal, de ascendencia vasca o cosa por el estilo, hacía fila en un banco para cobrar un cheque. Lo hacía un día de especial demora y extrema lentitud, cuan extensa la cauda de clientes.
Tras las ventanillas los empleados se movían con tranquila actitud (no iban a ganarse un estrés galopante por tan frugal salario). Filosofal calma no amedrentada por el dinosaurio o serpiente de numerosas colas que ante ellos ondulaba con rictus de fastidio.
Berriozábal, como iluminado por un intempestivo rayo de conciencia, al modo de los profetas bíblicos, levantó el puño y la voz, diciendo:
—Ay de ti, ciudadano que vives esclavo de los bancos y tienes que cobrar tu sueldo, hacer tus pagos y movimientos comerciales, y todo, todo cuanto signifique moverse por el mundo, a través suyo. Los bancos son nuestros amos, sólo por su medio nos movemos. Y ellos, a sus anchas, nos cobran por el más mínimo pestañeo, y por si fuera poco nos tienen a su merced como esclavos hebreos. Nosotros traemos la paja y el barro para el adobe, ellos aportan el azote del látigo. Ay ciudadanos, recapacitemos, ¿cómo hemos permitido que estos usureros se apoderen de nuestra vida?—.
Así dijo Berriozábal. Y sería por la desesperación o porque Dios ilumina a sus hijos, si ellos se dejan, pero otro individuo salió de la descomunal fila y comentó:
—Yo pienso que algún día desaparecerá este absurdo sistema del dinero. No habrá entonces la consigna: “páguese a la vista del portador” sino que la palabra será ley. Es porque no hay confianza entre nosotros, que recurrimos a los banqueros. Y ellos engordan a nuestras costillas y se convierten en nuestros ogros. Nuestra vida gira en torno a los banqueros—.
Y aún otra mujer agregó:
—Cajeros automáticos, ventanillas, todo eso no son sino la coyunda que une a los bueyes. Y ahí vamos comiendo de la mano de quienes mueven nuestro dinero como si fuera suyo—.
Ante esto todo mundo empezó a dar su parecer. Hablaban, alegaban y aquello se convirtió en una turbamulta, especie de mitin o cosa similar. Y el gerente tuvo que asomar desconcertado: ¿qué pasa, señores, qué pasa?, preguntaba, ¿por qué el alboroto?
Y entonces Berriozábal le dijo:
—Claro que ni usted ni alguno de los empleados de aquí tiene nada qué ver, sólo son piezas de un monstruoso engranaje que mueven sociedades anónimas y que nos uncen a su caprichoso sistema y ni siquiera están a la vista, ni necesitan estarlo…
—No entiendo nada— dijo el gerente.
—Lo que quiero decir —respondió Berriozábal— es que cuando menos deberían tratar de mejor manera a sus esclavos. Dígale a sus patrones, si acaso hay forma de que usted se comunique con ellos, que inventen máquinas, o lo que sea, para que los súbditos podamos hacer nuestras operaciones con algo de fluidez—.
—Ah, sí, ahora entiendo —repuso el gerente—, señor, hacemos lo posible, todos trabajamos a destajo…
—Sí, sí, ustedes trabajan a destajo —replicó Berriozábal— y los amos se regodean con todo esto, sea en Wall Street o donde sea… ¡Vivan los esclavos de los bancos!—.
—¡Vivan! ¡Vivan! —gritaban todos los clientes ante la perplejidad sobre todo del guardia bancario, que no sabía si debía intervenir o seguir arqueando las cejas, a un lado de su jefe, en el papel de guarura presto. Y el gerente sonreía nervioso. Nunca había enfrentado una manifestación tan en sus narices cuanto incomprensible.
Para su fortuna, Berriozábal cobró su cheque y se retiró no sin lanzar otras arengas y ser despedido con aplausos y palabras efusivas en clamor generalizado que puso a temblar las letritas que anunciaban el tipo de cambio, y hasta los folletos de premios e incentivos por depósitos gordos.
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