TRIBUTO A MI MADRE GEÑA AGUILAR
Mis hijos no lo creen. Se ríen con incredulidad cuando les cuento que en mi niñez comí ardillas, armadillos y hasta mapaches.
Para ellos, parece un relato sacado de otra época, de un mundo ajeno. Pero para mí, es un testimonio de vida, una historia de carencias, de esfuerzos, de la lucha cotidiana de mis padres por alimentar a trece bocas: once hijos y ellos dos, Agapito Nieves y Geña Aguilar.
Mi madre cocinaba con carbón. Yo mismo iba a comprarlo, cargando el peso de la necesidad en cada paso, ya fuera con «Las Arciniega», del barrio de La Presa, o con don Lupe Ramos, del Chiquilichi.
Para encenderlo, recurríamos al petróleo, facilitando el proceso con un pequeño chorro sobre las brasas, una técnica rudimentaria pero efectiva.
Por las noches, los frijoles volvían al fuego, en la misma olla ennegrecida por el humo, sobre el carbón que también calentaba el café de olla, muchas veces reciclado, testigo de días interminables.
Nuestra cena se servía en platos de plástico, y las tortillas se calentaban directamente en las brasas. Imaginen por un momento a toda la familia, extendiendo las manos, atrapando las tortillas al vuelo, en un ritual de supervivencia y amor.
La cocina quedaba lejos, a unos treinta metros de la casa, pegada a la calle Abasolo, mientras nosotros dormíamos en el extremo opuesto, en el número 106 de la calle Morelos.
Nuestros vecinos formaban un mosaico de vidas sencillas y nombres imborrables: Doña Pólita, los Espinosa Gómez, los Rodríguez. En la esquina, la tienda de María Espinosa, en la ochavada de Morelos y Abasolo.
Del otro lado, “La güera Angelina, el Comisariado Ejidal, la casa de Damiana Vázquez, la de don Pedrito Gutiérrez y doña Rosina, y al final la de don Loreto Casas, quien en su juventud había sido conductor de diligencias. Más allá, la Plaza de Toros. Calles de tierra y polvo, de historias y luchas, de risas y privaciones.
A mediodía, el menú era siempre sencillo. Frijoles o una sopa de fideo tan aguada que parecía querer multiplicarse para alcanzar a todos.
A veces, no había nada. Entonces, mi padre se apresuraba a terminar un pantalón, a entregarlo con la esperanza de obtener unas monedas que aliviaran un poco el hambre del día.
Hoy, en la distancia del tiempo y con el corazón apretado por la nostalgia, valoro inmensamente los sacrificios de mis padres. Cada plato servido con esfuerzo, cada noche de sueños interrumpidos por la preocupación, cada tortilla atrapada entre risas y manos sucias de carbón…
…Porque, a pesar de todo, en esa pobreza jamás faltó lo más importante: el amor inquebrantable de mi madre Geña, quien, entre brasas y sacrificios, tejió con sus manos la historia de nuestra familia.
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