Rigoberto Guzmán Arce
Fue tanta la curiosidad de un niño que venía del río de la felicidad que me animé a que me subieran los más grandes para alcanzar las altas ventanas. Era el flaco de la pandilla de la Jiménez que rápido mis hermanos y primos me hicieron escalera con las manos cruzadas y así pude asomarme al mundo de la diversión de los adultos. Saber cómo gastaban el tiempo por las noches.
Sentía cierto miedo y las palpitaciones no me dejaban observar con tranquilidad porque fue todo tan veloz como una visión graduada en grados y en segundos. Sucesiones de imágenes que se quedaron en mi memoria hasta en la actualidad.
Unas personas estaban tomando apoyados en una gran mesa de madera- era la barra-. Otros bailando en una estruendosa alegría sujetando a mujeres. Se dio la vuelta un hombre con cuerpo de toro y prendido al rostro de la mujer que ante giro brusco por dar la media vuelta, el vestido se levanta y traía calzones flojos. Era mi padre Manuel el que se aferraba a esta mujer. Su inconfundible pelo corto y el bigote recortado formando una línea delgada del labio superior.
Bajé con una mezcla agridulce, y huelga decir que conmocionado por lo que había sido testigo de semejante descubrimiento. Soporté las preguntas de los curiosos que se imaginaban mil cosas, sólo pude balbucear que era un lugar donde mujeres bailaban. Ya no dije más.
Llegué absorto a la casa de la pequeña sala, un cuarto lúgubre, cocina miserable y largo corral. Esa noche me costó trabajo dormir a pesar que mi cuerpo me lo pedía por la tarde de tanto nadar en la orilla de la presa y corretear mariposas.
Me quemaba una luz que no me dejaba pensar otras cosas, estaba de nuevo esa llama para llevarme a los vericuetos de la imaginación de mi cerebro sensible. Me sentía lejano en mundo extraño y buscaba mil cosas para tratar de conciliar el sueño.
Desperté y pronto me fui a la casa de la abuela Lupe para subirme a los ciruelos tratando de acomodar mis pensamientos. Mi pequeño drama había comenzado a resbalar por los ojos negros y grandes. Nunca supe si por pensar en mi madre tan bondadosa, sufrida y cariñosa o por mi padre que se gastaba el dinero cuando vivíamos miserias al por mayor.
Nunca supe si por pensar en mí, por haberme despertado tan abruptamente de mis sueños infantiles y seres imaginarios o porque mis tías punzantes finalmente tenían la razón de que mi padre andaba con una “vieja” del bule. Ese fue mi primer encuentro con el lugar de la sordidez y el desamparo.
2.- Me sorprendieron los años de la adolescencia disfrazados de juventud por mi estatura y un ralo bigote que más bien parecía ralladuras de lápiz. Con esto podía entrar al cine para ver las películas italianas que eran las “malditas” de la época, por algunos desnudos inocentones; jugar fútbol con equipos de mayores y sobre todo los sábados acompañar amigos diestros en recorridos de cantinas.
Estuve entre dos grandes. Efrén Ledesma durante un buen tiempo de estudiantes en la Preparatoria y en los cursos políticos de su partido, nos fuimos enredando a que teníamos que asistir por norma elemental a tomarnos cervezas y admirando las bellezas de la noche. Justificaba acompañarlo porque me sentía un joven liberal con ideas izquierdistas que mis creencias giraba que las mujeres trabajaban en esto por la injusta distribución de la riqueza.
El sistema económico los obligaba a alquilar su cuerpo. Trataba de conocer su hábitat. Por eso llegaban los sábados de salvación, aunque no las salvaba porque era el más tímido y cobarde del mundo. Aparte que acompañaba al hombre experimentado en estos menesteres de tomar y platicar que yo simplemente miraba sentado en la barra.
Primero desde afuera escuchar alguna canción que envolvía a los parroquianos de los tugurios. Entrar por una delgada puerta ferrosa pintada de blanco, luego caminar por un pasillo de cinco metros de longitud. Una puerta interior te recibe para abrirse en toda su extensión el lugar donde toca del lado izquierdo la orquesta en vivo, la barra, con sus altos bancos de madera, enfrente después de cruzar algunos rústicos pilares. Algunas mesas durante el trayecto.
Al lado derecho otras mesas y el espacio para bailar. Pegadas a la pared mujeres esperando clientes, turno, invitaciones de cervezas, con las clásicas piernas cruzadas y generalmente fumando entendiendo los horarios cuando los hombres- coyotes flacos- salen en busca de placer.
Ellas tenían el remedio para los incipientes, les frotaban audacia y caricias ardientes para los síntomas de la vejez. Otra puerta contigua a la de la entrada o salida, sirve para dirigirse al patio de cemento-donde lanzaban las aguas de moluscos-, a los baños y a las dos plantas de pequeños cuartos, aposentos sexuales, donde es infaltable un cuadro religioso que origina encomiendas antes del trabajo. Se puede recorrer para oír los diversos quejidos de acuerdo con los tiempos del placer y estados lujuriosos.
Estamos mi amigo y yo en el famoso lugar donde vi bailar a mi padre hace ocho años que parece una eternidad. Ahora yo estoy aquí con mi cerveza oscura en la barra contemplando mujeres diversas y él dormido en el cuarto de sus recuerdos. Un hombre de cuerpo y cara maciza atiende, sirve y cobra. Me miro en el espejo y siento que son acciones donde dejo el capullo para enfrentarme a los peligros de la oscuridad.
Ingreso a los primeros descubrimientos de las acciones comerciales del encuentro con la piel, los labios y las ondulaciones de mujeres, de rondar como insecto alrededor de una luz embriagadora y emocional. No me imagino entablar plática con una damisela que mejor prefiero recorrer de nuevo todo el paisaje nocturnal.
Escuchar la orquesta, el sonido triste y melancólico del saxofón, la batería con sus múltiples sonidos agudos, la trompeta con sus sollozos en el viento oloroso a cigarro y a fermentos de humedad alcohólica y lágrimas de desventuras.
Reconozco a los músicos, “el Becho” y a Don Gabriel Cadena. Mi amigo lleva ya diez bailadas y dos convencidas y yo apenas me animo para bailar una canción después de traer batiéndose tres cervezas en mi espíritu. Me regreso pronto a las once de la noche y mi amigo se queda unas dos horas más. Me voy con un dejo de gusto por recorrer las calles y del lugar que ya no es imaginación.
Ahora vengo del lugar de los adultos donde comparto las cervezas con futbolistas que mañana jugarán también en El Llano, pero que me ganan con cinco o diez años y pensar que estoy de igual a igual con ellos. Dejo atrás las cantinas que aún sollozan sus rockolas, donde los besos existen entre la aceptación y el repudio, donde se atrapan los hombres entre las redes del alcohol y la alegría ficticia. Donde las mujeres con sus nombres de mentira cantan al amor perdido en el cuerpo que no quieren y que repudian por pensar por aquel hombre verdadero que les robó su juventud y rompió la inocencia y les endureció el corazón… Continuará el próximo viernes.
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