Una joven pareja se mudó a otra ciudad, lejos de la familia y los amigos. Llegó la mudanza, la pareja desempacó sus pertenencias y el marido empezó a trabajar a la semana siguiente. Todos los días al llegar a su casa, su esposa lo recibía en la puerta con una nueva queja.
— “Aquí hace mucho calor”; “Los vecinos no son amigables”, “La casa es muy chica”, “Los niños me están volviendo loca”.
Y cada tarde, su esposo la abrazaba mientras escuchaba sus comentarios negativos.
— Lo siento– le decía–, ¿qué puedo hacer para ayudarte?
Su esposa se calmaba y se secaba las lágrimas, pero empezaba con lo mismo al día siguiente.
Una tarde, su marido llegó a su casa con una hermosa planta con flores. Encontró un sitio apropiado en el jardín y la plantó.
— Querida– le dijo–, cada vez que te sientas triste, sal al jardín. Imagina que eres esa plantita, y mira cómo crece en tu jardín”.
Cada semana traía a casa un árbol nuevo, o rosales, o plantas y las plantaba en el jardín. Su esposa cortó algunas flores y se las llevó a una vecina. Cada mañana regaba el jardín y observaba el crecimiento de las plantas.
También creció la amistad con otras mujeres de la cuadra y le pidieron consejo con sus jardines. Muy pronto, también le estaban pidiendo consejo espiritual.
Al finalizar el año siguiente, el jardín era un encanto. ¡Precioso jardín!, como de esos que aparecen en la revista Buen Hogar.
Todos tenemos que aprender a florecer en el lugar en el cual hemos sido plantados. Con el toque de amor, no sólo vamos a florecer sino que vamos a producir continuamente su fruto, la ternura y el contentamiento.
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