La luna, aquella que en nuestra niñez nos poníamos a ver todos los chamacos; la misma que hoy brilla porque ella no se hace vieja, es la misma que nuestros padres y abuelos, por no ir tan lejos, también vieron… “Luna, luna, dame una tuna; la que me diste se fue a la laguna.
Esto cantábamos cuando nos juntábamos a jugar por la noche toda la muchachada. Tranquilos todos, sin apuración ninguna. Los muchachos nos poníamos a jugar canicas de aquellas de tan diferentes nombres, El “caico”, “El balín” – hecha de acero -, “la gota”, “el tiro”, “la macalota” – más grande que usábamos de tiro -. Luego las que ya estaban muy picadas, “la cacalota”.
Las humildes calles de aquellos tiempos, nos daban todo su anchor, de banqueta a banqueta si la había, o de pared a pared. En la tierra suelta marcaban el “bebeleche” para con el aire limpio de la tarde ponerse a jugar, en el caso de las niñas.
Jugábamos a “El Paño”, a “la Mocha” y a “Los Encantados”, al “Cinto Perdido” y a “Las Barbitas de Conejo”. A media calle los niños y niñas en noche de luna todos nos juntábamos tomados de las manos formábamos una rueda que abarcaba lo ancho de la calle. Corríamos sin el peligro que fuésemos atropellados por un carro, gritábamos y cantábamos sin que existiera la presión de las telenovelas o los Realitys Shows de hoy.
¡Cuánta ingenuidad teníamos!; nada de malicia, todo era felicidad. No dejamos de acordarnos de siempre, como fuimos niños y cada día que pasa añoramos más todos estos juegos que a todas las generaciones nos llenaron el alma de niño con la esperanza de vivir para conocer la vida que nos esperaba.
En todos aquellos lugares que ocupábamos para jugar, había un ejemplo de cómo es la vida. En cada paso que dábamos o en la correteada que hacíamos, tomábamos un poco de vida. En este caso en que la luna no da el lugar para volver a cantar los juegos, porque el misterio de ella es seguro su belleza que nos llenaba el alma con su iluminación que transformaba todas las cosas en un ensueño.
Mirando la luna el grupo de niños nos juntábamos, nos quedábamos sentados tratando de saber por qué no se caía. Oyendo a uno que pensaba que la luna era un monstruo feo que se asomaba a la tierra con esa blancura de la luz que bala a la tierra y no deja rincón sin alumbrar.
El grupo de chiquillos, con la camisa rota algunos y el pantalón también, empezaban a sentir frío. Las muchachillas de la trenza sueltas y sin zapatos, se tomaban de las manos; se soltaban y las palmeaban una con la otra y así una y otra vez, iban calentando sus manos mientras cantaban: “ron, ron, canastita de algodón; si se enoja mi comadre, se le parte el corazón… Ábrete granada, si eres colorada; ábrete membrillo, si eres amarillo; ábrete limón, si tienes corazón… Mariquita ya está el pan?… ¡Se está cociendo!”.
Así con aquella felicidad de las cosas limpias y sencillas de los cantos puros que son de gozo por la ocurrencia de cada uno. Luego los padres, sentados en las puertas de sus casas, pláticas de sus cosas de gente grande, de las siembras, de la caza de animales, de la boda y quinceañera del amigo o del vecino.
¡Tanto juego que había!, las niñas formaban un grupo aparte, juntas a un lado de la calle con los pies sin zapatos y llenas de lodo su vestidito de holanes se ponían a cantar: El florón anda en las manos; en las manos de…; y el que no lo adivinaré será burro cabezón. ¡Y corre florón que te alcanza viborón!
Así buscando la flor se pasaba el tiempo. Así era el juego desde en la tarde y hasta que aparecía la luna que con su blancura cubría todo con su sábana de luz. No hace muchos años todavía se jugaban estos infantiles juegos que nos dieron vida sana y nos han permitido decir que, ¡Así fue Ahuacatlán en el tiempo!
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