No te dijo nada el pétalo liliáceo de la poderosa azalea plantada enfrente de tu casa con la justicia de la tierra y de las aves. Nada, aunque enmarcaba la fachada de tu hogar y aquel sendero luminoso, aquel camino austral. No te dijo nada el primer otoño ya marchito en las manos de tu madre… ni buscaste los anillos de la oruga para ensortijar sus dedos con las mariposas que saben levantar los vuelos más frugales en espíritus hambrientos. Estando ahí, a la vera del camino, al costado del arroyo, arropado entre los bosques; no buscaste dónde recostar el nicho del sereno destilado; no buscaste y nunca te ocupó dónde criar a los hijos de la Andrómeda nocturna, que caían en signo de meteoros y lluvias estelares. No encontraste mas que un descalzo frio que como sierpe te mordía hasta el hueso del tobillo, reprochando la pobreza ante los hombres que te hicieron el llamado miserable.
Y les creíste, religioso y postrado les creíste… y dejaste abandonado el riel de luz en la bóveda celeste; dejaste que cayera carcomiendo los adobes, derribando todo el barro de los búcaros enormes… tan simple como darse la espalda, dejando los vestigios de una habitación donde se amaban, hasta que se hicieron arco de ruinas, hongo y espora de recuerdo.
Ayer te vi, con el sigilo del venado, cuando sin tú saber por qué, lloraste la intimidad de camino a casa rumiando mil nostalgias, tantas como añejos han pasado; haciéndote inmortales cruces y garabatos en la cara, después de haber llevado los corsarios hasta la cocina y los quesos de una infanta luna que ultrajaron.
Hoy lo profanaste todo, hoy llevaste las visitas de tu errado ego… los turistas aburridos de su vida, que jamás comprenderían uno solo de aquellos suspiros: verbo y halito de abuelos.
Hoy sin no tener más que el dinero que no tenías, las ropas, los amigos, las marcas de cualquier bestia… desgarraste tu alma sin valor alguno, muriendo para siempre.
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