A mediados de la década pasada a nuestras oficinas de la calle Zaragoza llegó un hombre de tez blanca, sesentón. Por su acento deduje que se trataba de un centroamericano.
Recuerdo que lo acompañaba un joven corpulento y apuesto, además de una muchacha timidona, de tez blanca también.
Querían conocer los precios por la publicidad de un nuevo negocio que pensaban aperturar al mes siguiente. Les interesaba la difusión en este medio.
“¿Cuánto cobran por una página?”, inquirió. Pensando en la negativa de otros establecimientos por pagar cierta cantidad en el periódico por concepto de publicidad, le pedí que regresara al día siguiente para entregarle el presupuesto.
Nuestro jefe de distribución sugirió tres mil pesos, pero yo pensé que esta era una cantidad un tanto elevada.
Al día siguiente el hombre se presentó a la hora acordada. Yo aún no estaba muy seguro de la cantidad que iba a pedir, cuando el mismo negociante preguntó, “¿Cuánto?”. Traté de decir, tres mil pesos, pero las palabras no me salían de la boca.
Finalmente el hombre rompió el silencio y volvió a preguntar: “Bien, ¿qué le parecen cuatro mil?”.
A menudo el silencio le permite a otros decir algo mejor de lo que hubiéramos dicho nosotros mismos. Al quedarnos callados otros se interesan más por nuestros pensamientos; entonces cuando tenemos una audiencia interesada, nuestras palabras tienen mejor impacto.
La Biblia nos dice que aún el necio, cuando calla, es contado por sabio (Proverbios 17:28). En ese sentido, el silencio puede evitar que nos veamos en una situación embarazosa. ¡La gente puede pensar que somos más inteligentes de lo que realmente somos!
Cuando se sienta movido a expresar una opinión, mida el impacto de sus palabras y mantenga esto presente: “Entre menos diga, mejor”. ¡No podemos buscarnos problemas por lo que no hemos dicho! Como aquel caso, nosotros podemos beneficiarnos de nuestro silencio.
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