Soy muy sentimentalista, lo reconozco. Lloro por esto, por aquello y por lo otro. Lloro cuando veo llorar a otra persona. Lloro por el niño desvalido, por el familiar enfermo, por una escena trágica de una película, por la trama de una novela, por el niño descalzo que vende chicles.
La otra vez me sorprendió uno de mis hijos. Lloraba de impotencia. Me han dicho que soy débil. Supongo que sí.
Ayer, mientras conducía de Jala a Ahuacatlán encendí el estéreo para oír algunas canciones grabadas en mi USB. No pude evitar las lágrimas cuando escuché “El Perdón”, una canción que contiene un profundo mensaje de reflexión, relacionada con nuestro entorno familiar.
Después siguieron otras canciones, pero mientras me desplazaba por la carretera pensaba en el significado de las lágrimas, esas que humedecen los ojos y que el mundo se empeña en ocultar. Esas que nos tragamos tantas veces por soberbia, por orgullo, por demostrar fortaleza y queda atorada en la garganta, apretada en el corazón, comprimiéndonos todo. Es tan profunda, que no sabemos con certeza de donde nace, ni si podrá morir alguna vez.
A veces una lágrima cicatriza una herida, lava una pena y ablanda. Una lágrima es un recuerdo, una angustia, una desesperación, una interrogante.
Una lágrima puede ser a veces el comienzo del perdón, la primera luz de la rectificación que hace estrechar una mano.
Una lágrima es a veces la gota mágica que hace cambiar por dentro cuando tenemos que pagar nuestra cuota de dolor, la lágrima ayuda. Cuando la derramamos en el corazón querido, o en la intimidad de la amistad, la lágrima une, estrecha, funde.
La lágrima transforma, enseña, disuelve los rencores, las espinas, las malas yerbas que van creciendo en la amistad e impidiendo acercarse, abrazarse, comprenderse. La lágrima descubre. El que ignora tus motivos, no te conoce.
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