FRANCISCO JAVIER NIEVES AGUILAR.
Cuando la brisa salada se cuela entre los recuerdos, la nostalgia se convierte en un oleaje suave que nos transporta a tiempos dorados.
Ahora que la Semana Santa y la Pascua se asoman en el calendario, vienen a mi memoria aquellos inolvidables viajes desde Ahuacatlán hasta las playas nayaritas, una travesía que marcó la juventud de muchos y dejó imborrables huellas en el alma.
Corrían los años 60 y 70, cuando la playa de moda para los habitantes de nuestro municipio era «Playa Los Cocos».

Para muchos de nosotros, fue el primer contacto con el mar, un universo azul que se desplegaba ante nuestros ojos con una inmensidad casi irreal.
La emoción de ver el océano por primera vez, de sentir la arena caliente bajo los pies descalzos y de dejar que las olas nos envolvieran, era simplemente indescriptible.
Para quienes nacimos y crecimos en la pobreza, aquello era como tocar un sueño con las manos.
El viaje en sí mismo era toda una aventura. Se contrataban camionetas y camiones de caja amplia para transportar a las familias y grupos de amigos.
Los más afortunados, o los «fifís», como decíamos en tono jocoso, se iban en las «ollas», esos autobuses que ofrecen servicio en la zona sur.
Cada trayecto era un desfile de risas, cantos y la impaciencia de llegar cuanto antes a nuestro destino. Pero a pesar de que el trayecto duraba casi tres horas y media, la emoción hacía que el tiempo volara.
Al llegar a Los Cocos, la fiesta comenzaba. Cada ramada albergaba un «conjunto musical», como les llamábamos entonces, y el ambiente que generaban esas agrupaciones era electrizante.
Sonaban las guitarras y los acordes de canciones que aún hoy resuenan en el eco de la memoria. Bailar descalzos sobre la arena, reír con los amigos, saborear el pescado zarandeado o los mariscos frescos… todo era parte de un ritual que repetíamos con ansias cada año.
Un arroyo desembocaba en la playa, pero para quitarse la arena y la sal del cuerpo, era necesario pagar un baño extra en las regaderas improvisadas, con cortinas rasgadas que apenas brindaban privacidad. Pequeños detalles que hoy se recuerdan con ternura, pues formaban parte de esa experiencia única.
El regreso a Ahuacatlán, ya con el cuerpo exhausto y la piel quemada por el sol, se hacía en un silencio sereno. Algunos dormían durante el trayecto, otros miraban las estrellas por la ventanilla, dejando que la brisa nocturna acariciara sus rostros.
Eran tiempos hermosos, tiempos que la modernidad no ha podido borrar del todo, porque viven en quienes los atesoramos en la memoria y en el corazón.
Hoy, al pensar en esos viajes, el alma se llena de añoranza. La vida cambia, los lugares se transforman, pero los recuerdos siguen intactos, como si las olas del pasado los trajeran de vuelta con cada brisa marina.
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