Lo que sale hirviendo de las entrañas… a borbotones. Sangre viva. Carne anudada y músculo histérico que mueve los miembros. Está muriendo. Abre la boca para decir nada. Abre el hocico de la serpiente para incrustar la mordida de escamas… y los peces, los peces que nadan hechos renacuajos, hechos pescados… agallas y tripas de charco. Un lienzo su cuerpo, un límite hediondo donde sofocar todas las narices… y levanta el olfato en un asta invisible, carente de intrusa bandera.
Lo ha visto todo y espera con la astucia del zorro se callen los cascabeles de retrocarga y casquillo, de saliva y discursillo… otra vez la madre muerta en las cuevas y cenotes, otra vez desaparecida quien sabe dónde; en la piedra mineral que no tiene el entresijo de la aurora ni el fulgor del ópalo encendido por la codicia que se asoma miserable en los rostros de la piel untada a aquel cráneo osteoporoso de redes calcaríneas… o al crisálido amatista de los vinos ambarinos para beber lo mismo, para tragar el hambre del hambre infinita que transpira todavía la eternidad podrida.
Asecha… sin saber que su acecho es tan sagrado para todo lo que cambia, se mezcla o se combina. Y le acechan con felinos ojos, con déspota mirada humanoide de quien solo tiene depositada la esperanza en los espectáculos. Le ve la cobra, le ve el mandril ramero empuñando su mano, le ha visto el cóndor desde su presunta altura. Pero sus dos esferas no se cierran entre las orejas pivotadas. Sabrán brotar también las uñas y las garras; el feroz colmillo y la horca de la cola pelada para huir por las cañerías todas y los almanaques de vitrina y los costales de pastura en la bodega. Y se lanza por el cadáver seco, por la momia de ataúd y entonces todos se mueven con pretensiones de movernos en esas esferas que no son lingotes ni doblones de mórbido oro sino los más oscuros ojos de la rata.
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