Omar G. Nieves
En la lejanía de tu pueblo, cuando por circunstancias imperiosas te encuentras a gran distancia de tu patria chica, el valor de la buena vecindad se añora con más hervor. Con más sentido llegan a la mente aquellos juegos colectivos que fortalecían nuestro amor por los amigos, los recuerdos de una vida saludable, el resplandor de la madre y la vigorosidad del padre.
Separarse de tu terruño te da la oportunidad de apreciar la cultura; desde el simple saludo matutino – ¡Buenos días doña “Lupita”! –, hasta la solidaridad en el infortunio – “lo acompaño en su pesar, don José” –; desde el intercambio de recetas de cocina, hasta los comilones en las celebraciones religiosas; desde el juego de los “encantados”, hasta los partidos en las ligas deportivas; desde tu hogar, cuando vuelves de la escuela o del trabajo; hasta las colonias, las iglesias, el parque, las plazas, la unidad deportiva… cada calle, cada árbol, cada cerro, cada registro de esa fraternidad que tiene que ver con la buena vecindad, y que por la aculturación y el aumento poblacional se ha venido desgastando.
Sólo en el extranjero, desarraigado de tus orígenes, es como logras estimar lo que se tiene.
Si vives en Estados Unidos, la buena vecindad se desquebraja desde que ves hogares apartados, lejos el uno del otro por las cercas y la distancia que hay entre los jardines. Más que eso, estar en el vecino país implica trabajar para poder vivir, cuando el enunciado debiese ser inverso: vivir para poder trabajar.
De todo eso se alimentan nuestros pueblos, de la filosofía pragmática que cosifica personas y las vuelve objeto. La buena vecindad se pierde cuando luchamos contra nosotros mismos, y no es el libre albedrío precisamente el que causa semejante enajenación.
Percibirán bien los efectos de pertenecer a un sistema de explotación, pero nuestros paisanos no comprenden los alcances de este modelo económico. Verán pues cómo a un compatriota le resulta ajeno la desgracia de otro, como siendo coterráneos lo es, y como siendo aún parientes lo sigue siendo.
Pese a lo inconveniente del sistema, la buena vecindad persiste, y la cultura aguanta cada golpe de la naturaleza animal del hombre. Es en catástrofes de gran escala, como el de Haití, cuando el hombre recupera su humanidad llevando a cabo el sentido de unas palabras que han caído en desuso y que hemos de recuperar en cada saludo cordial o de cortesía con nuestros vecinos; en cada invitación festiva, o auxilio al enfermo; en cada recepción o en cada despedida. Así pondremos en práctica estas palabras de magnanimidad social: “LA BUENA VECINDAD”.
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