CON MOTIVO DEL DÍA DE LA LIBERTAD DE EXPRESIÓN.
Cuando un perro ladra podemos saber a lo que nos atenemos. La mayoría están bien domesticados, entrenados para defender a su amo por medio del gruñido vociferante. No todos muerden; pero todos, sin falta, aúllan por instinto.
Regularmente los canes son leales y se apegan a su dueño; tanto que cuando éste se ve amenazado, siquiera por una mirada, el animal comienza a hacer su trabajo… Ladrar es un hábito que va puliendo el chucho conforme su protector se lo inculca.
No es tan errado el dicho de que todos los perros se parecen a su dueño. Los hay de diferentes tamaños y colores. Los mejor vistos son de pedigrí. Sus ladridos son refinados, y aunque entre ellos se asechen nunca se lastiman. Es más, hasta se entienden. Su señor los alimenta bien y de vez en vez los lleva con el barbero.
Por el contrario, la manada gansteril que pulula por las calles es mal vista. ¡Y si es de provincia peor! Su estigma lo llevan hasta por el barrio al que pertenecen. Cuanto más andrajosos, más paupérrimas las migajas del patrón.
Pero hay animales reclutados peor que los perros… Los gatos, tan inofensivos en su mirada, esconden bajo sus patas sus afiladas garras, listas para clavarlas sin miramientos y provocación alguna.
Se muestran contentos cuando se les acaricia, pero, ¡ay, qué huraños cuándo no reciben lo que quieren! Ya se sospechará: son tan egocéntricos que no les importa agredir a su amo, que casi siempre es tan obsesivo como su minino.
El ronronear de los gatos es una falacia para conseguir su comida. Y al igual que los perros, también se estratifican por ello. Sus tutores los usan para acabar con las ratas o como seres de compañía para que les laman la mano. Su trofeo en éste último caso es un buen plato de Whiskas.
Finalmente están aquellos que abren sus alas y sueñan con volar; pero el emprendimiento es imposible porque luego se dan cuenta que los tienen confinados bajo jaulas, comiendo y bebiendo apenas para sobrevivir.
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