Cuentan que un padre de familia fue a un parque de diversiones con sus dos hijos; uno de tres años de edad y el otro de seis. La entrada tenía un costo de 10 pesos para los niños menores de cinco años y de 15 pesos para los niños mayores de esa edad. Cuando se acercó a la taquilla donde vendían los boletos, el taquillero le preguntó:
– ¿Cuál es la edad de los niños? -. El hombre le respondió:
– Tres y seis años -. Entonces el taquillero replicó:
– ¿Es usted tonto? Me ha podido decir que tienen tres y cinco años y pagar sólo la tarifa de 10 pesos. Ahora que me dijo la verdadera edad de sus hijos, tendré que cobrarle más. ¿Acaso cree que alguien se hubiera dado cuenta?
El padre le respondió:
– Sí, mis hijos.
Las mentiras pueden socavar la credibilidad, puede desintegrar relaciones y corroer la confianza. Las mentiras nos humillan, nos deshonran, y nos hace preguntarnos si la persona que nos mintió, alguna vez nos ha dicho la verdad.
El aspecto central de la mentira es que al hablar, creamos el mundo que queremos ver. Aunque las llamemos mentiras piadosas, cuando lo que decimos no es la verdad, es una mentira.
Nos han enseñado a confiar. Enseñamos a nuestros hijos que es importante confiar. La confianza es el mejor regalo que un cónyuge le puede hacer al otro. En realidad, la confianza es algo crítico en toda relación, sea entre amigos, empleado-empleador, el presidente de un país y su pueblo, padre-hijo, marido-mujer. Cuando alguien no dice la verdad y lo descubrimos, la relación se desintegra.
Los mentirosos triunfan al seducir nuestra confianza y luego al violar esa confianza. Después, asumen control penetrando en nuestra realidad y nos imponen la realidad de ellos. Nos dicen que lo que vemos, creemos, oímos y sentimos es falso. Y porque queremos creer, dejamos en suspenso nuestra incredulidad y creemos, una vez más.
Discussion about this post