El sicario confiesa sus más de 200 crímenes sin tapujos. “Lo hice profesionalmente”, señala John Jairo Velázquez “El Popeye”, lugarteniente del legendario capo colombiano Pablo Escobar. En sus palabras y expresiones se puede intuir insensibilidad. De hecho aunque dice estar arrepentido y socializado, admite que no llora ni le perturban los asesinatos que cometió, aproximadamente 3 mil de manera indirecta y violenta.
Hay personas que tienen estómago para ello. Ver escurrir la sangre sin agitarse. Los médicos y embalsamadores son solo algunos. Se trata de una vocación para afrontar situaciones de enajenación, y con todo, que implican demasiada concentración. Empero, la diferencia entre un sicario y un doctor es abismal. El primero se dedica a quitar vidas; el segundo a salvarlas.
Lo anterior nos lleva a exponer un asunto de carácter ético sobre el estímulo que nos causa el dolor ajeno. Ya sea victimando a una persona o interviniéndola quirúrgicamente, nos puede provocar placer, indiferencia o dolor. El sufrimiento o la pérdida física de la otra persona servirían en este caso para dilucidar cuál podría ser nuestra motivación más importante.
El Popeye alega que pelear por una causa, le hacía ejecutar a sus víctimas sin guardar remordimientos. Inclusive llegó a ordenar el homicidio de la mujer que más ha amado en su vida. Un cirujano igualmente puede argumentar que el anestesiar a su paciente y abrirlo con el bisturí no le provoca mayores complicaciones, pues no siente dolor. Por lo tanto, en ambos casos hay cierta indolencia por la tribulación del otro.
Esta frialdad que cada vez se siente más en todos los ámbitos de las relaciones humanas, nos están llevando a olvidarnos del dolor en la mejilla ajena. Y cada vez parece que hay más personas dadas a justificar la crueldad, no la de los galenos, pues como es evidente su labor está encaminada a procurar por el bienestar de los enfermos, sino de aquellos a quienes se muestran apáticos ante la desdicha que otros padecen.
Un animal como el toro puede segregar las suficientes hormonas de corticotropina y cortisol para anestesiar el dolor que le causan los flagelos de banderilleros, picadores y matadores, tal como se le puede entumir el cuerpo a cualquier persona que sufra una herida punzocortante, por un disparo o cualquier afección física grave. Yo recuerdo haber perdido la sensibilidad en una ocasión que estaba en hemodiálisis y me dio un fuerte calambre en el pie. Lo único que conservé hasta el final fue el sentido de la vista. Las enfermeras tuvieron que inyectarme glucosa al 50, y otras sustancias para la resucitación.
Jamás vi en el rostro de aquellas nobles mujeres de cofia verde y túnica blanca una expresión de alegría por lo que me estaba pasando. ¿Cómo es posible que haya personas a las que les agrade ver a un animal pelear por su vida, aunque ello no les implique ningún grado de dolor, como alegan los taurófilos y villamelones basándose en estudios poco confiables? Y para replicar aquellos razonamientos que tienen que ver con la matanza de animales en el rastro; que digan cuándo se ha cobrado por hacer de esta acción un espectáculo. ¡Cuándo el matancero se regocija en torturar a la res para terminar descabellándola!
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