Tal vez una de las cosas que nos haga más ariscos es bañarnos con la regadera. No es para menos, el frío de la época lo congela todo. Yo a veces he creído que en el tinaco flota una escarcha espesa en el agua.
Anteriormente, cuando no había calderas de gas, la gente calentaba el agua en el sol. El astro pagaba todas las facturas. Mi mamá ponía una o dos cubetas en el corral y con una jícara nos duchábamos. Cuando me resistía, cogía una manguera y a chorro abierto me desmugraba. El jabón Zote nos dejaba blancos como cuando buceamos por horas en una alberca clorada.
Afortunadamente el ritual no era a diario. La exigencia era por lo menos una vez a la semana. Tal vez de esa costumbre vengan algunos dichos
populares como “es domingo y toca baño”, vamos a “dominguear”, o “échate otra dominguera”, para señalar nuestra incredulidad ante una afirmación o un relato. Pero eso es otro cuento.

El domingo era el día. De ley. Nadie se escapaba. Lo hacíamos por turno y a mediodía preferentemente. Los baños no tenían azulejo y se tapaban con una cortina de trapo que nos tenía azorados por el viento caprichoso que nos abría la puerta constantemente. Es lógico, las bañeras siempre se construían en los patios; y en aquella época ponerles puertas no tenía gracia.
Ahora el agua sale hasta con los grados centígrados que queramos; los jabones están perfumados y son tan cremosos que ni por presión se destilan. De champús mejor ni hablamos.
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