A principios de los años 90 conocí en Tepic a un muchacho que siempre estaba con una sonrisa cautivadora, alegre y contagiosa.
Yo había acudido a una sesión de la cámara de diputados, invitado por José Luis Sánchez González.
Los padres de aquel muchacho, según supe eran dueños de una gran industria de calzados, tenían mucho dinero. Yo pensaba que de pronto esa sonrisa se debía a su holgura. Cada vez que lo veía, pensaba: “¡Qué daría yo por tener todo el dinero que tiene ese joven para vivir siempre alegre y sonriente!”.
¿Será que el dinero y el poder podrían hacerme más feliz? Al cabo de unos meses, ya no miré a ese joven, solo a sus padres y en ellos veía una mirada triste y melancólica.
Un día me acerqué al padre del joven. “Buenos días señor”, le dije. “Buenos días”, me contestó él muy gentil, pero a la vez en un tono entre cortado, como si tuviera una tristeza.
Entonces le pregunte:
- ¿y cómo esta su hijo?, el chico que siempre se la pasa alegre y sonriendo…
El padre me miró y con lágrimas en sus ojos me dijo:
- Ese chico que siempre reía y se la pasaba alegre, está en el cielo, murió hace tres meses.
Yo quedé muy sorprendido y le dije lo mucho que lo sentía. Él me contestó:
- Lo sé muchacho pero yo lo siento más, ya que ni con todo el dinero que tenemos lo pudimos salvar de la muerte, cuánto daría por tenerlo aquí conmigo y ser feliz a cambio de todo lo que tengo.
¿Qué injustos somos verdad? A veces creemos que por no tener dinero, no somos nada en la vida y no podremos ser felices. Pero no podríamos comprar todo lo material, y mucho menos la felicidad y la vida.
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