No hace mucho un ocurrente agarraba una pluma o una máquina de escribir y ya era un periodista que podía pasar a cobrar su quincena en cualquier dependencia de gobierno. No importaba lo que escribiera, ni la calidad del ejemplar que presentara; tenía una idea – “adular al jefe” -, y con eso era suficiente.
El gobernante que gustaba de lisonjas y repudiaba la oposición, alquilaba a todos los periódicos para que siempre se hablara bien de él. El público se enteraba de lo que se tenía que enterar.
Aquellas editoriales que sacaban impresos con más paja eran las que podían sacar más marmaja de las arcas del gobierno.
De pronto millones de ocurrentes tuvieron la oportunidad de convertirse en reporteros y hacer de las palabras símbolos de toda índole. Sin embargo, los “líderes de opinión” se quedaron pegados al poder para distraer en los nuevos medios electrónicos a quienes disienten del oficialismo, “por encargo”.
En esas andan. Comprando a quienes más ruido hacen, quienes más secretos guardan, quienes promueven los espectáculos que montan para seguir entreteniendo al respetable.
Por fortuna el uso de recursos siempre tiene un límite. Y ese límite se establece de acuerdo a la oferta y la demanda. Los derechos y las obligaciones. Los gobernantes no podrán cumplir con todo, ni con todos.
Como representantes del pueblo podrán prescindir de la prensa, que está al borde de la desaparición. Mediante las redes sociales ahora sí podrán sin costo alguno promover sus obras, sus actos y servicios públicos.
El pueblo por fin podrá quitarse el lastre de un gasto pesado y tendrá la posibilidad de contar con un gobierno más transparente. Ellos no podrán comprar a todos los portales de noticias, no podrán pagar el silencio del mar de reporteros que están por doquier. A lo más podrán seguir manteniendo a los sitios que más escándalo publican de otras latitudes…
Tras el fin de la prensa. Viene el ocaso del gobierno.
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