En un monasterio había un novicio que constantemente le solicitaba una campana al abad. Tanto había insistido en su petición, que finalmente el abad le dijo:
— Si logras que antes del próximo festival religioso que celebraremos aquí dentro de una semana esté limpio todo el monasterio, te regalaré la mejor de las campanas-.
Satisfecho, el novicio se dedicó en cuerpo y alma a la limpieza del monasterio; y cuando estuvo impecablemente limpio, acudió a visitarlo al abad y le reclamó la campana.
El abad le dio una campana preciosamente labrada y además de reluciente plata.
Muy contento, el novicio se retiró a su celda, se sentó en el jergón e, ilusionado, comenzó a mover la campana anhelando escuchar su sonido. ¡Cuál fue su extrañeza y decepción al comprobar que la campana no sonaba!
Volvió la campana y descubrió que carecía de badajo. Se sintió lleno de rabia y corrió hacia el abad para reprocharle.
— Me has engañado. ¡Esto no es digno de ti! La campana no tiene badajo. ¿Cómo voy a hacerla sonar entonces?-
El abad mantuvo la serenidad, e incluso una tierna sonrisa asomó a sus labios. Y le dijo:
— Tú debes poner el badajo. Es tu felicidad interior la que debe hacer sonar la campana, y no un simple badajo de bronce. La campana y el badajo están dentro de ti. Lucidez y compasión te pertenecen.
El novicio comprendió las palabras del abad y se dijo:
— ¿Por qué tanto apego a una campana si el sonido más hermoso es el que surge dentro de una mente clara y un corazón tierno?
Cómo será el sonido de tu campana? ¿Cuál será el sonido de tu corazón? Espero que te guste la melodía que de él se desprende…
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