“¡Pitayas!, ¡Pitayas!; ¿No va a llevar sus pitayas oiga?; están dulces y hay rojas, moradas y amarillas”. La mujer que viste un pantalón beige evidentemente desgastado y una raída blusa en color tinto, es de las primeras vendedoras que llegan al Parián, en Amatlán.
Dentro de una cubeta exhibe su mercancía. Las pitayas recién cortadas y “reventadas” de manera natural, parecen apetitosas.
Acompañada por una de sus hijas, la citada mujer instala su improvisado puesto de vendimias en la esquina noroeste del Parián. Instantes después hace su arribo un hombre barbado que, al igual que ella, carga un balde de plástico; solo que en lugar de pitayas, éste vende ciruelas… ¡Ciruela dulce!, como dice él mismo.
Amanece en Amatlán. A esa hora es poco el “movimiento” de la zona centro. A diferencia de la intensa calor de la noche anterior, el clima es templado. Mayo es uno de los meses más difíciles en cuanto a su temperatura.
Los agricultores se alistan para acudir a sus parcelas. Algunos de desplazan en remuda; otros a pie… y unos cuantos utilizan algún tipo de vehículo, principalmente camionetas tipo pick up.
No falta el automóvil que se niega a “arrancar”… ¡shuc, shuc, shuc shuc!. No enciende. Algo anda fallando. Su conductor revisa bujías, checa la batería, cables; y aprovecha el momento para revisar el aceite y llenar de agua el radiador.
Conforme pasas los minutos el ajetreo se va haciendo más intenso. Algunos comercios abren sus puertas desde las seis de la mañana; otros lo hacen a las siete u ocho. Los agentes de ventas llegan en sus vehículos para proveer a los comerciantes con sus productos; leche, carnes frías, fruta, jugos.
A lo lejos se escucha el canto del pavorreal. No hay duda; debe ser una de esas hermosas aves que adornan el maravilloso paraje de la familia Ron Álvarez; en tanto que en la zona centro los pajarillos revolotean alegres sobre los verdes prados de la plaza principal.
Las mujeres “van o vienen” cargando sus bolsos de mandado… “¡Doña Chelito!, ¡Qué gusto verla!, ¿Cómo amaneció hoy?”. El comentario cotidiano: “Anoche se puso malo Don Manuel, le subió la presión”; “Pos el hijo de Jacinta va mejorando, ¡Pero qué susto le sacó!”; “¿Ya te enteraste?, ayer se llevaron a Saúl, dicen que lo tumbó un caballo”.
El reloj de la presidencia suena las siete de la mañana. Por los tejados y frontispicios de las casas asoma el sol. Poco a poco la temperatura va ascendiendo, pero es soportable.
A la iglesia de Jesús de Nazaret van llegando los primeros devotos; a un costado de la misma los árboles de ciruela rebosan con su frutilla. Los expendedores de carnes frescas están atareados haciendo sus “cortes”… chuletas, carne para asar, hueso para el cocido, costillita.
Llega la hora de almorzar. En uno de los comedores que se ubican a un costado de la fuente recibe a los primeros comensales. “¿Qué hay para desayunar, pregunta uno de ellos;… “¡Ah!, hoy tenemos menudo, carnita con chile, huevos con jamón o chorizo, costillita dorada y pepena”, contesta la eficiente cocinera.
Y en tanto los clientes de la fonda degustan sus platillos, por la calle Matamoros deambula silencioso un hombre: Efraín; quien con su delgada figura, camina y camina sin pensar en el ayer o en el mañana, encerrado en su propio mundo de fantasía, ensimismado y respondiendo desganado a los saludos; “Sí, pos sí; hey”.
El cielo se va tornando gris; “pronto va a llover”, dice Alfredo López. Se acentúa el calor. Es pues, un amanecer en Amatlán; un amanecer del mes de mayo.
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