
La finca es de doble planta. A un costado se observa una barrera de metal; pero esos dos espacios conformaban aquella vetusta casa que sirvió de techo a la familia. Calle Miñón 299.
Ahí quedó sepultada una parte de mi existencia. Huellas de nuestra vida. Actos cotidianos, íntimos, intrascendentes.
Fue ese lugar – repito – el que cobijó a la familia después de haber habitando algunos años en el barrio de La Presa. Finalizaba el primer lustro de la década de los 70´s del siglo pasado cuando nos instalamos en ese sitio, por cortesía de mi cuñado Ramón Ramos.
Podría hacer listas interminables de recuerdos. Gruesas paredes de adobe, techo de teja sostenido con carrizos. Tapanco en dos cuartos. Puertas y ventanas de madera construidas a principios del siglo. Un corredor del mismo estilo que sirvió como cocina y comedor; y un poco más allá otro cuarto un tanto tenebroso.
Desde ahí podíamos observar la menudita figura de doña Lupita, la señora de enfrente; rezando a veces, barriendo con sus arrugadas manos el exterior de su casa.
Apeñuscados todos; dos, tres, cuatro o más personas durmiendo en un sólo cuarto. Camas llenas de chinches, pulgas que rebotaban por todos lados. Ratas y ratones merodeando por entre la teja y el carrizo, gatos desesperados tratando de atraparlas.
Me doy cuenta que los recuerdos de las casas que habitamos son poderosos. De vez en cuando me sorprendo a mí mismo pulsando un interruptor de luz que no existe; y tras tantear inútilmente en la pared, reparo en que he pulsado el de aquella otra finca que habité, primero junto con mi madre y mis hermanos, y después junto a mis hijos.
Los gritos de Cata Flores y de mi hermana Gloria se fugaron también entre esos escombros. Las improvisadas bromas de mi hermano El Charro y la parsimonia de Marcos, mi otro hermano… ¡Uh!, ¡Qué recuerdos!
Una casa llena de sombras, de nieblas, pero también de felicidad. Piso de ladrillo recocido, a desnivel. Una pileta y un cómodo lavadero, con acceso al huerto donde emergían dulces limas y toronjas, guayabos y naranjos, aguacate criollo.
Luz tenue, interna y externa. Golpes nocturnos provenientes quien sabe de dónde, misteriosos. Sombras tenebrosas que nos hacían imaginar almas en pena.
Antes que nosotros la finca fue habitada por aquella enigmática mujer conocida como “Cuca la Che”. Fue también mi primer hogar, ya casado. Ahí amamantamos a Omar, mi primer hijo. Después volvimos a ocupar la casa por segunda ocasión.
Los tiempos se confunden como en un laberinto o una espiral. Llegan ecos, sucesos que jamás se olvidarán; como la alacena en el pasillo, la calidez de sábanas y cobijas en el invierno; o como aquella ocasión en que se derrumbó parte del techo ocasionando que vigas y techos cimbraran el tapanco cubriendo de tierra cabeza y rostro de Anahí, quien en ese entonces aún no caminaba.

El comal repegado al toronjo donde se torteaba maíz puro. Las frías noches en las que solíamos reunirnos en el pasillo para jugar a la baraja o a la lotería mientras saboreábamos un café de olla complementado con galletas de animalitos.
El cotidiano rugir de “La colacha” manejada por Ramiro Solís. Despertador exacto. El vaivén de la familia Ríos construyendo sus casas, a un lado. Un poco más allá, doña Pachita, junto con sus hijos Cata, Vicente y Alejandro.
Muchas veces he reconstruido mentalmente la estructura de aquella casa y he intentado recordar qué había en cada pared, convertidas ahora en escombro.
Se sepultan los recuerdos. La casa que habité en distintas ocasiones ya no existe. ¿Qué habrá sido de sus fantasmas? ¿Se perdieron entre sus ruinas o son los mismos que ahora me acompañan?
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