No es por presumir, pero seguro estoy que ni Bill Gates y tampoco Carlos Slim – dizque los hombres más ricos del mundo – con todo y sus yacusis, terapeutas, psicólogos, masajistas, médicos y curanderos, podrán disfrutar los efectos relajantes que producen las apacibles aguas del arroyo de Los Arcos.
Ahí, en medio de la espesa vegetación, entre el canto de las aves, el olor a agualamas y guayabas silvestres, fácil es olvidarse del estrés, del trajín cotidiano, de presiones laborales, de esto, de aquello y de lo otro. La naturaleza viva es mágica. Su hechizo queda prendido sin dificultad alguna.
La fluidez de sus aguas no es la misma de años anteriores. Ahora es más intensa. La cascada cae con fuerza, aunque el charco apenas sí podría llegar a los tres metros cuadrados.
Pero un poco más abajo, descendiendo hacia “El corazón” existen varios puntos que incitan a darse un chapuzón mientras se siente el burbujeo de las diminúsculas cascadas.
Fue ahí donde encontré el relax ansiado desde hace varias semanas. Templada el agua, turbia, cafesoza. Con cuidado descendí tres o cuatro metros para recostarme entre unas piedras curvas que incluso pude utilizar como almohadas, fijando mi vista hacia el cielo y los ramajales.
Nada fue planeado esta vez; simplemente tomamos cámara y mochila e iniciamos – César y yo – la aventura hacia Los Arcos utilizando el camino que inicia frente al panteón municipal, ¡A pleno mediodía!
Bordeando el cerro arribamos en primer término a “Los Guayabitos”; pero justo en ese punto desviamos la vereda para finalizar en una zona desconocida, ¡Erramos el camino!
¡Por poco y me voy de bruces al pisar una pinche piedra lamosa! Perdí el equilibrio, pero me aferré de una rama y así pude proseguir mi camino en sentido ascendente. Poco a poquito arribamos a “Las Higueras”.
Brincamos el primer cerco y así nos vimos caminando entre los huizachales y las nopaleras. A partir de ahí empezamos a avistar algunos árboles de agualama, guásimas y unos guayabales que emergen al pie de un pequeño ojo de agua. Solo dos cactáceas exhibían sus tunas rojas, no como antes obviamente, pero de nuevo me remonté a mis años de infancia cuando solíamos cortar ese tipo de fruto utilizando un trozo de piel – nosotros le llamábamos “cueritos” – para no “enguatarnos” y el cual nos agenciábamos con don Loreto Casas, quien había dejado hace años su labor de conductor de diligencias para abrazar el oficio de zapatero remendón. Bajábamos al pueblo con dos o tres baldes repletos de tunas. Tiempos hermosos pues.
Total. Después brincamos un segundo cerco y pronto tuvimos a la vista los famosos Arcos, antiguo acueducto que servía para transportar el agua proveniente de los manantiales serranos del lado sur.
Llegar a la pequeña cascada no fue fácil. Las veredas confunden y las nopaleras se interponen. Una espina se encajó en mi pie izquierdo causándome mucho dolor; y nomás porque iba César, si no, ¡Me cai que sí hubiera llorado!
Ya estando “abajo” me despojé de inmediato de mi ropa y me introduje en ese pequeño charco que se forma al caer la cascada. Quise que el agua golpeara mi cabeza y espalda para disfrutar plácidamente el momento.
Instantes después me interné por el abrupto arroyuelo hasta llegar a otro pequeñísimo charco, ¡Ah qué delicia!
Media hora aproximadamente permanecí sumergidos en ese charco. Después regresé a la cascada mayor para volver a sentir el golpe del agua. Luego emprendimos el regreso utilizando otra vereda hasta llegar al mismo punto de partida; pero antes, César quiso beber agua que brota de una pequeña llave; “¡Nunca había probado un agua tan deliciosa!, exclamó.
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