Hace muchos años, un campesino volvía a su casa a caballo luego de haber estado varios días en una fiesta en California. Durante el trayecto empezó a recordar los agradables momentos que había pasado en el sarao.
También se imaginaba el gozo que iluminaría el rostro de su esposa y de sus hijos cuando vieran los regalos que les traía, los cuales venían envueltos dentro de una gran maleta.
Apenas oscurecía, cuando en eso comenzó a llover, y el hombre se empapó hasta los huesos. Estaba encolerizado. ¿Por qué le sucedía esto justamente a él y en ese mismo momento?
Mientras continuaba quejándose de su mala fortuna, desde unos arbustos de junto al camino saltó un ladrón con el revólver desenfundado.
Pálido de terror, el campesino oyó el ¡click! del percutor cuando el bandido preparó el arma. Pero no hubo disparo. Algo sucedió. Sin perder un momento, nuestro hombre clavó las espuelas a su caballo y pronto estuvo fuera del alcance de su atacante.
- ¡Qué necio he sido – pensó –; me quejé de que la lluvia estaba arruinando mi viaje a casa. Pero si la lluvia no hubiera humedecido la pólvora del arma del ladrón, yo habría sido muerto. Nunca hubiera llegado a casa para reunirme con mi familia.
Cuán a menudo nuestros lamentos se tornarían en alabanzas si pudiéramos ver que alguna amarga vicisitud es realmente una bendición disfrazada. Cesarían nuestras murmuraciones tontas.
Pero los que confían en Dios no deben preocuparse por los sinsabores que la vida le brinda. Su fe debe descansar en las promesas que Dios ha hecho para nosotros.
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