Es una fotografía que atesoro con recelo. No hace mucho que cayó a mis manos. Me la envió una paisana de Ahuacatlán; Ahirada de apellido. Es a blanco y negro y fue tomada allá por 1965, seguramente por don Toño López, quien tenía su estudio por la calle Allende, donde hoy es la farmacia Lux, a un costado de la papelería Fausto.
La imagen de referencia me llena de nostalgia y me transporta a un pasado hermoso, plagado de inocencia. Tiempos que permanecerán en mi memoria por siempre y para siempre.
Al verla me arrastra a mi niñez cargada de pobreza, pero quizás no menos feliz que los adinerados de ese entonces. Pantalones hechos con retazos de tela confeccionados por mi padre Agapito. Camisas fabricadas por mi madre en su máquina manual, a veces con costales de manta —de azúcar o de purina—. No había para más.
Zapatos ni tenis podía usar. El dinero no alcanzaba; por eso acudía a la escuela —primaria José María Morelos— con huaraches de correas que nos fiaba don Matías Jacobo y que podían durarme un buen tiempo, pues la necesidad hizo que aprendiera a “encorrellar”. Suela de llanta y correa de ternera.
Una calle Morelos empedrada con escasos vehículos rodantes transitando a baja velocidad. Muy común era toparnos Chago Hernández, Chicho Balderas, Efraín Rodríguez y yo con la vetusta camioneta de Chepote Romero o con la de Neo el carretonero, el cual por cierto solía encender ese armatoste con una biela que colocaba en la parte frontal, dándole vueltas.
El profesor Guillermo Camba fungía como director. Entonces la escuela Morelos era exclusiva para varones. Clases impartidas en dos turnos: de 9 de la mañana a 12 del mediodía y de 3 a 5 de la tarde.
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Fue la maestra Pachita Palomares la que se encargó de impartirnos primer año. Dos o tres meses bastaron para que supiéramos leer y escribir. “Ese oso se asea”; “Pepe pide la pelota”; frases que retengo en mi mente como si hubiese sido ayer cuando las aprendí, al igual que los ejercicios de caligrafía.
Sus pasillos no han cambiado mucho; tampoco el muro donde se tocaba la campana —para entrar o para salir—. No había timbre ni aparatos de sonido: en cambio sus prados lucían siempre hermosos, lo mismo que el tule y los árboles de mango.
Supongo que esta foto fue tomada en la cancha y puedo asegurar que no fueron pocos los que atestiguaron aquella escena del verano de 1965, recargados en la barda contigua al arroyito, donde solíamos dizque “pescar”, colocando ambas manos semiempuñadas, por simple entretenimiento.
Veo una y otra vez la foto y distingo a varios compañeros con los que compartí ese salón de clases que se situaba al final del pasillo izquierdo tomando como referencia el portón de entrada.
El paso del tiempo como han de imaginarse hace que no pueda reconocer a otros tantos. Los rasgos cambian. Algunos ya murieron. Otros seguimos en este mundo matraca, con escaso pelo y canas, regordetes y obviamente con la piel marchita. Nos la seguimos jugando, pese a que ya transcurrieron poco más de 56 años de aquel entonces.
Justo en este instante logro distinguir a Héctor Ramos Alonso, hijo de la maestra Paula Alonso y del profesor Jesús Ramos Arvizu. Por ahí veo también a Julio César Olmos, hijo de don Rodolfo, el telegrafista, así como a Toño Machaín, Efraín Rodríguez, Juan de la Cruz, Miguel Montero, Paco Benítez, el Joy, Camerino Bautista y… ¿quiénes más?. ¿Alguien logra identificarlos. Haga sus comentarios aquí, porfa, ¿Sí?… HASTA LA PRÓXIMA.
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