FRANCISCO JAVIER NIEVES AGUILAR.
Hay fechas que no sólo se marcan en el calendario, sino en el alma. El Día del Maestro es una de ellas.
Es entonces cuando la memoria se convierte en una especie de aula interior, donde los nombres, las voces y las miradas de quienes nos formaron vuelven a cobrar vida, como si el tiempo decidiera rendirles honores abriendo los portones del recuerdo.
Todo empezó con una voz dulce y unos brazos pacientes. La “Seño Evelia” fue la primera en tomar mi mano temblorosa para guiarla entre los colores y los juegos que enseñaban sin que uno supiera que estaba aprendiendo.
En ese entrañable Jardín de Niños “Federico Froebel”, en Ahuacatlán, ubicado entonces en la esquina de Reforma e Hidalgo, di mis primeros pasos académicos. A un costado estaba la escuela primaria “José María Morelos”, donde continuaría mi travesía educativa.
Recuerdo también con cariño a la directora del kínder, la maestra Lupe Ramos, hermana del entonces presidente municipal Jesús Ramos Arvizu.
En primaria, la historia de mi vida dio un giro crucial cuando conocí a Pachita Palomares, quien me enseñó a leer y escribir. No sólo me dio herramientas, me dio alas. Fue ella quien marcó mi vida para siempre.
En segundo año, fue Jesús Copado quien me acompañó, y en tercero, el querido maestro Sefó, aunque terminé el ciclo con el profe Juan Ramos, un nombre que se repetiría como un eco familiar en mi educación.
Cuarto año trajo consigo el inicio de la escuela mixta. Allí conocí a Paula Alonso, esposa del presidente municipal, cuya mirada firme y serena aún vive en mis recuerdos.
En quinto, fue Ernesto Villarreal, y en sexto, cerré mi instrucción primaria con el maestro Matilde Ramos, una figura noble que me preparó para lo que vendría.
En la secundaria, que funcionaba en un caserón contiguo a la escuela Morelos, propiedad de la familia Montero, mi horizonte se amplió. Ya no era uno, sino muchos los rostros que me guiaban.
Sofía Ibáñez me enseñó inglés con elegancia y paciencia. Recuerdo también a Servando Oconor, Feliciano Ramos, Marcelino García, Salvador Villanueva Ponce, Isabel García Serrano, Juan Ramos, al Padre Güereña, y nuevamente, al profesor Villarreal. Cada uno dejó una estampa, una enseñanza, un valor.
Pasé entonces a la Preparatoria 8, con orgullo de ser parte de su primera generación. Su primer director, el Dr. Eugenio Robles, marcó un inicio memorable.
Algunos maestros de secundaria continuaron con nosotros, pero también llegaron nuevas figuras: el Dr. Pablo Hernández, el Padre Rafael Partida, Manuel Tovar, Genaro Guerrero, el inolvidable “Chino” Guardado, el Dr. Gutiérrez, la maestra Llamas, Fidencio Camacho, entre otros cuyos nombres se diluyen en la bruma de los años, pero no en el corazón.
En la universidad, al cursar la licenciatura en turismo, los aprendizajes adquirieron una nueva dimensión. Recuerdo al Lic. Jacinto Palacios y después al Lic. Armando de la Rosa Pacheco, quienes fueron directores en distintas etapas.
Tuvimos catedráticos entregados, como los sacerdotes Daniel y Chencho, que me enseñaron inglés y francés, y la admirable maestra Delia Hernández de Solís. También al profesor Miguel Ángel de la Rosa Pacheco, al profesor Tejada Tapia, y a la maestra Martha. ¡Cuánto conocimiento, cuánta vocación contenida en sus clases!
Muchos de estos maestros ya no están en este mundo terrenal, pero permanecen en mí, como si sus enseñanzas fueran raíces que aún sostienen el árbol de mi existencia.
A todos ellos, gracias, de todo corazón. A los que ya partieron, les envío un abrazo eterno hasta donde sus almas habiten ahora. A los que aún caminan entre nosotros, mi reconocimiento sincero y eterno respeto.
Porque un maestro no sólo enseña, trasciende. Y hoy, al mirar atrás, descubro que mi historia está hecha de muchas voces, de muchas manos, de muchas pizarras… Y en cada trazo de tiza, en cada gesto paciente, hay un maestro que creyó en mí antes que yo mismo lo hiciera.
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