POMONA, CALIFORNIA:
Timbran en la casa Lawrence Pl 1718 de mi compadre Javier. Es martes de tranquilidad y pronto se aparece cargando y solicitando auxilio porque nos provee de fruta, enormes mangos injertados, una sandía elocuente, libras de pollo preparado para asar, duraznos olorosos y el 36 de cervezas Budlight en lata.
Se acomoda junto a la mesa circular y nos grita que está listo para jugar la partida de dominó, una de sus pasiones y que disfruta con su humor ácido y que no deja de hablar. Robusto y de lentes, pelo cano y corto, sonrisa franca y conversador hasta más no poder, a veces me atonta de tanto. Así es, está el amigo Ismael Fregoso Parra, “La Gringa” y “May” para los íntimos y los coterráneos del pueblo de El Rosario donde nació un 7 de junio de 1949, hijo de Joaquín y María de Jesús.
Pronto se deja entrevistar porque no quería al principio, pero lo convencí que dejara un legado como parte de la comunidad de latinos que son la cultura del esfuerzo y el sacrificio ante las estupideces de Donald Trump.
Por una perrita de ojos zarcos que se la pasaba por el barrio Buenos Aires y la mataron y el apodo se lo heredó cuando él tenía unos once años. Fue campesino entre las semillas y las milpas; paletero en El Ciruelo y vendía pan con Nicolás González cuando ganaba tres pesos y la pieza costaba veinte centavos.
Como todo joven cuando lo que se gana no le alcanza para sus gastos y llega la tentación de probar fortuna más allá de las montañas azules, a los 21 años se vino con su hermana Sofía a cumplir el sueño americano que en 1970 era de tantos colores y tantos sabores y de relatos que era barrer y recoger billetes verdes.
Esperó 22 días en Tijuana esperando el momento oportuno y entró caminando por 10 millas entre zancudos y pantanos por San Isidro con “el Alambre” que le cobró 130 dólares. Por fin llegó a Los Ángeles Main y Washington y raudo inició su historial en estas latitudes como ayudante de soldadura. Después fue empacador de tarjetas de navidad en Adonce Company, eran órdenes para Sears y Macys. Ayudante de mayordomo.
Hago una pausa, por el calor infernal que se siente desde los pies a la cabeza en esta terraza blanca mientras las perritas están al acecho, y brindo con Ignacio Aguiar y el entrevistado se toma un buen trago de Gatorade. Las fichas están listas y comenzamos a jugar de cincuenta el pase y dólar la salida. Jugando sigo con la charla. Se acerca mi comadre Marcela para observar que todo está bien.
Conoció a su mujer en 1977 por el rumbo del Este de Los Ángeles. Se llama Ma. Guadalupe Robles y tiene tres hijos: Ismael, Omar y Bryan; dos nietos, Lisa y Jacob. Sigue en el recuerdo de aquel trabajo. Lo corrieron por revolucionario, por sacar la casta de los paisanos. No había sindicato y él exigía que se ganara a 3.50 la hora, pero “entré de redentor y salí crucificado”. En ese tiempo se iba a casar y sin dinero y sin empleo.
Desde ese momento sintió que cada quien se rasque con sus uñas en este lugar tan complejo donde pocos son solidarios ante la competencia salvaje que impone el capitalismo como modo de producción y de vida. Añora ese tiempo de los gruesos casetes de track 8 y los discos negros de Long Play. Los bailes, la música en el fin de semana. Se le pone los ojos brillantes y la sonrisa delicada ante el poder de la imagen en el enamoramiento.
Su cuñado Isidro lo invitó a frutas y verduras FEDCO, como chofer repartidor y ganando a 12 dólares la hora y en 1983 ya era mayordomo. La compañía se fue a bancarrota y otra vez se empleó como mayordomo en American Produce, 15 la hora. Se cambió a Shapiro y siguió siendo mayordomo. Me explica que lo contrataron porque le veían dotes de líder y bueno para comunicarse. Sigue su camino y labora en Sonrise Produce, de nuevo como mayordomo en 2004 al enviar las órdenes de pedido.
Se veía venir y fue cuando en 2005 se arriesga con todo a nada para tener su propia compañía. Rescató crédito de su casa, fueron 100 mil dólares y por fin tuvo “ISMAEL PRODUCE”. La familia como plantilla de personal y con la suficiente experiencia, el amplio conocimiento, la paciencia y agresividad de saber los precios, consultar al mercado logró tener los clientes esperados y los productos los compra de México, Centroamérica, Chile, Corea del Sur, Japón y parte de California y Washington.

Mucho estrés, la tensión como acero y pólvora que explota en cualquier momento. Estar negociando precios y estar al tanto de los pedidos y los envíos desde las dos de la mañana, por eso está aquí jugando y sonriendo. De pronto le hablan por teléfono, se repite varias veces y son pedidos. Rápido le acercamos pedazos de cartón para que apunte y en inglés y español quedan impresos lo que significa como doscientas o más cajas que en la madrugada enviará a marquetas y restaurantes.
Con calma lo pasa en su pequeño cuaderno. Me comenta después de llevar como cincuenta juegos y yo ocho cervezas y él ya está pidiendo su clásico café; cuando se incorpora Paco Luévano al juego; que se necesita tener conocimientos propios de la refrigeración, la buena temperatura, por ejemplo el jitomate a 56 grados F, la manzana a 36; saber los rigores del tiempo, los días que se requiere sacar ya la verdura y fruta a la vendimia en un máximo de tres o cuatro días. Es una carrera frenética de todo.
Me imagino los gritos, el no dejarse, el ceder entre luces y sombras por su local de Alameda y Olimpic. A los compradores de color les gusta las hojas grandes como para ensaladas; a los chinos el ajo, un tipo como pepino, bolitas tipo alcachofas y nabos; a los latinos de “tocho morocho”; a los americanos la fruta, coliflor, brócoli, lechugas y los hongos.
Seguimos en el dominó y dejo a un lado la libreta y la pluma. Estamos enfrascados la batalla de los puntos liberados y va llegando la noche hasta que se retira como siempre con el humor y el compromiso de regresar mañana y lo confirmo que no está agusto si no regala algo. Lo esperamos al día siguiente y regresa con tanto y ahora para comer es una charola de niños envueltos que nos duran tres días.
Antes de regresar distingo que en un sillón quedaron los cartones apuntados.
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