Francisco Javier Nieves Aguilar
“Te espero en la panadería; ¡Y que no pase de las ocho!, ¿eh?”, recuerdo que me dijo mi hermano Beto. Era el otoño de 1971, si mal no recuerdo; por allá a finales de noviembre.
Yo tenía 13 años entonces y las limitaciones económicas de la familia eran muchas. Mi padre, por más esfuerzos que hacía, no podía mantener a todos. Resultaba muy difícil sustentar el gasto de once chiquillos; seis mujeres y cinco hombres. Yo era el número siete.
Mi madre tenía que hacer muchos malabares para darnos de comer. La panza la llenábamos con caldo de frijoles y café de olla la mayoría de las veces. Era lo único que bailaba en nuestra panza.
Para aminorar el gasto, mi madre solía comprar galletas de animalitos; pero dadas las penurias y para evitar injusticias, racionaba el alimento; “cinco galletas para él y cinco para ti; cinco para ella y cinco para ti”, nos decía, mientras caminaba alrededor de la destartalada mesa depositando el puñado de galletas para cada quien. Hasta ese extremo llegaban las cosas.
Por eso, mis hermanos mayores buscaron la manera de trabajar. Beto aprendió el oficio de panadero instruido por mis primos de la panadería “Sin Rival”, propiedad de mi tío Rafael Nieves… un hombre humanista en grado superlativo.
La panadería, en aquellos años, estaba ubicada por la calle Hidalgo, casi esquina con Ismael Zúñiga, es decir, a un costado de la casa de Don Elías Jaime, en la zona centro de Ahuacatlán. Durante muchos años operó en ese sitio.
Cuando acudí por primera vez a ella –atendiendo pues las órdenes de mi hermano Beto—sentí un cosquilleo agradable… La familia ha sido “panadera” por tradición. Es algo que traemos en la sangre. Seguramente por eso me sentí atraído por el ambiente de la misma.
Mi hermano tenía que elaborar cierta cantidad de pan para obtener su salario; pero no era fácil, pues apenas empezaba a adentrarse en el oficio. Necesitaba ayuda. Por eso había solicitado mi presencia en la panadería, pero también se fijó la idea de transmitirme sus conocimientos.
Lo primero que aprendí fue a limpiar las hojas –laminillas donde se coloca el pan para ser horneado– utilizando un raspador y un trapo; y a las pocas semanas me mostraron las técnicas para “tallar” las masas hechas a base de levadura. Esto es en el cuarto de repostería –en el otro cuarto se elaboraban los bolillos y otros tipos de pan–.
Y no es por jactancia, pero no me fue muy difícil aprender. Pronto pude preparar la masa para la fabricación de unos panecillos conocidos como “rieles”, muy buenos por cierto, En medio llevaban mermelada de guayabate.
El ambiente en la panadería de los Nieves –la Sin Rival; hoy llamada “San Miguel”—era formidable. Las bromas entre los 15 trabajadores eran el pan nuestro de cada día –aunque suene a redundancia–.
Con el tiempo aprendí a fabricar cortadillos y salchichones, ojos de buey, capotes, polvorones y muchos otros panecillos hechos a base de royal. Después seguí con el pan blanco con el que se elaboraban los pastelitos de atole, ciudadelas, almohadas, enchiladas, moños, libros, novias y muchas otras piezas tipo hojaldre.
Al mismo tiempo me ejercité en la fabricación del pan dulce de levadura, como conchitas, picones, cuernitos y un sinfín de figurillas que se pueden elaborar con ese tipo de amasijos.
Mi etapa de panadero se prolongó hasta 1976, año en que me trasladé a Tepic para cursar la carrera de licenciado en turismo; pero cuando las necesidades apremiaban regresaba a la panadería. Aún después de haber egresado de la universidad seguí trabajando en este establecimiento. Incluso, durante cinco años continuos presté mis servicios en la panadería de Don Elías González.
La verdad me sentía a mis anchas en ese mundo de la harina, del royal y la manteca, de la levadura y de todo eso que rodea a las panaderías… Me eché a perder cuando incursioné en la política y en el periodismo.
Mi hermano Beto fundó su propia panadería hace ya algunos 30 años. A él le debo el haber aprendido este noble oficio. Él es todo un maestro; y yo, para no añorar el ambiente suelo acudir de vez en cuando a la panadería de “Los Nieves” para echarme un “palomazo”. ¡Qué tiempos aquellos!
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