Dedicado con afecto al amigo corajudo Feliciano Mendoza Olmedo del Crucero de Santa María,Municipio de Cocula y a mi primer cachorro Camilo.
1.- Me decidí ir al Sindicato ante la tardanza del aviso del cambio solicitado. Laboraba en un pueblo disperso de casas de adobe y para entrar tenía que pasar por cuatro cruceros y veinte martirios. Tenía un año laborando en Carrizo Norte perteneciente a San Juan de los Lagos en una triste y pobre Telesecundaria, que de nuevo, una escuela abría sus problemas a este profesor que tenía unos meses de haberse reincorporado a la vida normal y que el regreso de Nicaragua, por fortuna, no lo había dejado loco; solamente depresiones al por mayor y más agudizadas por las tardes y noches sin hablar con nadie porque arriba de una barda de piedra enfrente de la única y reducida tienda se la pasaba viendo jugar baraja.
El foco débil en la puerta, apenas podía cubrir los cuerpos de los lecheros descansando y discutiendo cosas del as de trébol, del dos de diamantes y las enfermedades de las vacas o el regreso de los tarros de leche por exageración de agua que no soportaron el control de calidad en las receptoras del Sello Rojo.
Apoyados en una caja de madera y sentados en troncos desgastados eran capaces de ningunear al flaco profesor que paciente esperaba la hora de largarse a dormir al salón de la escuela: un cuarto miserable con miles de arañas patonas en las aristas de las paredes. Taciturnos tiempos que se tornaban desesperaciones y que lo único que me salvaba era el recuerdo de mi niño Camilo que tenía unos días, después semanas y al último meses de nacido.
Por eso el cambio era urgente. Necesitaba estar geográficamente cerca de Cati y el niño que se chupaba las coyunturas de los dedos. Para ir y regresar del poblado El Rosario hasta el rancho de casas abandonadas eran como veintidós horas de viajes en camiones y horarios desastrosos. Llegaba con nauseas y con el corazón revuelto por tantos giros y amarguras de las despedidas. Por eso era urgente el cambio.
2.- Llegué a la sede del Sindicato de la sección 16 en la extendida y contrastante ciudad de Guadalajara. Se encuentra cerca del mercado del mar y entre tantas calles de nombre numérico. Pregunté inocente a los encargados de atender despistados como yo, sobre mi importante cambio que solicité por escrito y que nunca me habían llamado al infierno de la región de la leche en los altos de Jalisco.
Se rieron por la puntada de sentirme importante porque a nadie lo llamaban para informarle de los cambios. Entre carcajadas de burla y compasión me contestaron como pudieron. La risa les ganaba, que los cambios ya se realizaron y que volviera hasta el otro año. Iba de salida desconsolado y recordé la llave de mi hermana Gloria- si algún día tienes un problema pero muy grave, ve con el profesor Maciel. Ese maestro está en el Sindicato.
Me regresé y lo encontré sentado y vestido con una chamarra de cuero y de cara mal encachada. En ese justo momento estaba regañando a dos profesoras por mansas y me vio apoyado en la puerta de la terrible espera y me lanzó el escopetazo
— ¿Y usted qué quiere?—
— Vengo por lo de los cambios–, balbuceé–.
— Ya pasaron; regrésese a su zona porque si no le van a levantar acta de abandono–. Pero metí mi cambio, protesté:
— ¿Y se lo dieron?
— Pues no sé. Lo que le queda es que se regrese a su zona ¿De dónde viene?
— De Los Altos.
— Lo siento mucho pero ya no es tiempo de andar por acá, ya pasó como un mes.
— Pero pensé que me iban avisar.
— Aquí el interesado debe de informarse. Se nota que no tiene ganas de cambiarse.
Era un diálogo inútil. Saqué la llave. “Soy hermano de la maestra Gloria Guzmán Arce y me recomendó que viniera con usted. Se levantó y por arte de amistad me estrechó la mano y el rostro duro cambió por uno delicado e interesado.
— ¿A cuál zona pediste?
— A la región cañera.
Tomó el teléfono y le habló al supervisor Raúl González Zárate. A los pocos minutos Raúl y Maciel enfrascados en una discusión que tenían pendiente. Maciel apuntó con el dedo y con un lápiz bordeó la región en un mapa del estado
— Escoge el lugar.
En el cemento de una jardinera, Raúl con cara de que juró matarme, entre dientes sin despegar me iba dictando los lugares donde existían escuelas. Buscaba alguna que estuviera cerca de una ciudad grande. Encontré el pueblo: El Sabino, municipio de Ameca. Después de pasar los rigores y las recomendaciones, salí agradecido por la llave Gloria y por el hombre transfigurado y el supervisor que juró vengarse sin saber que yo era su perdición.
3.- Pasaron dos o cuatro días vertiginosos. Pronto llevé al “profe” nuevo al poblado que dejaba. En el viaje traté de hablarle de las pocas maravillas de su futura residencia y guarde silencio de las tantas ingratitudes. De las noches llenas de estrellas y de la soledad que motivaba a reflexionar sobre el origen de la vida y del hombre. Procuraba que no se me bajara del camión y me dejara de nuevo con mi destino cruel. El compromiso para irme era que llegara el nuevo.
En cuanto lo dejé, en ese mismo instante me vine casi corriendo, sólo tuve tiempo de persignarlo y de desearle suerte de la buena porque la iba a necesitar.
Encontré en el camino polvoriento y amarilloso a una lechera que llevaba tarros a la receptora. Me subí atrás y los brincos y los golpes estruendoso de los tarros en las redilas de la camioneta de tres toneladas me sabían a felicidad. Más de un año entre mis broncas mentales, físicas y de conciencia por fin llegaba la temporada que necesitaba para ordenar mi vida. Porque en lugar de ser útil la gente no necesitaba escuela.
Los alumnos tenían más edad que yo y para remediar su innecesaria obligación de ir a la escuela mejor me invitaban a tomar después de clases en sus camionetas de año reciente. Me veían como el amigo que llegó para recorrer diferentes pueblos de cinco casas a cortejar a las pocas mujeres que existían en las llanuras del frío y las soledades. Los acompañaba a los pequeños bailes y al béisbol ranchero entre alambres de púas y corrales de vacas.
Me quitaron la pasión por el fútbol porque a nadie le gustaba. Fue suficiente trece meses para conocerlos en sus micros mundos. Mi corazón ya escuchaba las palpitaciones torrenciales de Ameca. Mi sangre fluía ya en sus arterias. Escuchaba sus sonidos y me llamaba con su voz de agua y alegrías. El encuentro amoroso con la ciudad que me daba el buen despertar… Continuará el próximo viernes.
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