FRANCISCO JAVIER NIEVES AGUILAR.
Con ansias desmedidas esperé aquel viernes 1 de agosto. La fecha estaba marcada en mi calendario como si fuera día de fiesta nacional.

Había reservado mi vuelo con cuarenta días de anticipación para estar presente en la tan anunciada Feria de Nayarit en Pico Rivera. Pero como suele suceder, los planes humanos no siempre coinciden con los celestiales: los organizadores la cancelaron.
Así que me quedé con tres opciones: perder el vuelo, posponerlo o aprovecharlo. Y, como buen terco de la vida, me incliné por la tercera. Total, si ya tenía las alas listas, ¿cómo no iba a volar?

De Tepic a Los Ángeles
Mi travesía comenzó en Tepic, todavía antes de que el gallo cantara. Llegué al aeropuerto con los ojos medio pegados, pero con el alma encendida. El avión de Volaris, muy cumplido, despegó puntualito. A los pocos minutos ya estábamos sobrevolando tierras nayaritas rumbo al norte.
En Los Ángeles aterrizamos a eso de las nueve y media de la mañana. Tenía cita con mi amiga Ana, la gran anfitriona y cómplice de aventuras, quien llegaría desde Sacramento a las dos de la tarde.
Yo, mientras tanto, me convertí en espectador del show permanente que es el aeropuerto angelino: un verdadero crisol de idiomas, rostros, maletas y prisas.
De Los Ángeles a Las Vegas
Cuando por fin llegó Ana, no hubo tiempo de siestas ni ceremonias. Solamente caminamos por en todo aquel mundo de gente, nos zampamos un café con pan y esperamos la hora de partida al siguiente destino: Las Vegas.
Eso sí, con American Airlines parecíamos estar en un maratón: tres veces nos cambiaron de puerta de abordaje, y ahí íbamos nosotros, corriendo de un lado al otro, como si la medalla olímpica estuviera en juego.
Llegamos a las siete de la noche a “La capital mundial del entretenimiento”, o como dicen otros, “La ciudad del pecado”.
Yo, después de más de treinta horas sin dormir, terminé rendido como gallo después de palenque.
Nos instalamos en un hotel frente al MGM y esa noche mi cama me abrazó con más cariño que nunca.
Días de luces, amigos y risas
Durante los tres días siguientes nos dedicamos a gozar de Las Vegas. Paseamos entre luces de neón, probamos comidas, vimos espectáculos y también convivimos con amigos y conocidos.
Uno de ellos fue Juan Parra, el ex presidente de Ixtlán, mejor conocido como “El Charranas”. Compartimos mesa en su restaurante Las Islitas, que estaba lleno de clientela, lo cual habla de su buena mano para la cocina.
También coincidimos con Andrés Parra y su esposa, y para mi sorpresa, allí andaba mi amigo Joel Tadeo con su pareja, quienes habían viajado desde Ixtlán. ¡Las Vegas parecía convertirse en sucursal nayarita!
Mi amiga Ana, entusiasmada, decidió tentar a la suerte con las famosas maquinitas. Una, dos, tres… diez, quince, treinta intentos. El conteo se me perdió, pero lo que sí puedo asegurar es que la suerte nunca apareció.
Entre tantas andanzas disfrutamos el espectáculo de las fuentes danzantes frente al Bellagio, caminamos por el Caesar’s Palace y hasta recibí unos latigazos de parte de unas jovencitas disfrazadas de fantasía. La verdad, los sentí más como caricias que como castigo… ¡y hasta quedé tentado a pedir “otra tanda”!
Caminando por entre los casinos, de pronto se para una mujer, frente a mi. “¡Señor Nieves! ¡No lo puedo creer!, ¡Mire donde lo fui a encontrar!”. Luego me confesó que era maestra oriunda de Uzeta, municipio de Ahuacatlán. Es decir, paisana. Melany es su nombre. La acompañaba otra maestra, nativa de Atotonilco el Alto, Jalisco, donde ambas prestan sus servicios.
También hubo tiempo para convivir con la familia De los Santos Lerma. Con ellos desayunamos antes de regresar a Los Ángeles.
Félix, la prima de Ana, nos trató como reyes, y su hermana María fue quien nos llevó al aeropuerto de Las Vegas el lunes 4 por la tarde.
Un avión de American Airlines nos regresó a la enorme metrópoli angelina. Pero esa, mis amigos, es otra historia… y será contada en el siguiente capítulo.
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