FRANCISCO JAVIER NIEVES AGUILAR.
El calendario marca una fecha que, para muchos, pasa desapercibida. Pero para mí, esta jornada tiene un brillo especial, una brisa de melancolía fresca que me llega como una ráfaga desde los rincones más hondos de la memoria. Es el Día del Estudiante, y con solo pensarlo, un enjambre de imágenes se arremolina en mi mente: risas, cubetas, carreras, callejones húmedos… juventud desbordada en cada rincón de Ahuacatlán.
Recuerdo bien la primera vez. Era apenas un chiquillo de secundaria, con más miedos que certezas. Me asomaba a la celebración con el recelo del que entra a una guerra sin conocer sus reglas.
Y es que eso era: una guerra de agua, una batalla campal que comenzaba desde temprano, con cubetas que volaban como proyectiles, mangueras rebeldes, charcos que se convertían en trampas.
A diferencia de hoy, en esos tiempos el agua no escaseaba. Fluía generosa de las llaves y las pilas, sin remordimientos ni restricciones. Hoy, en cambio, la sola idea de ese derroche me aprieta el alma. ¡Cuánto hemos cambiado!

La zona centro de Ahuacatlán, mi pueblo, se transformaba en un campo minado. Bastaba dar un paso en falso para terminar empapado, ya fueras estudiante o no. Algunos abusivosaprovechaban el caos para extender la guerra a cualquier peatón desprevenido.
En esos días, Ahuacatlán era un mosaico de risas, gritos, enojos y bromas pesadas, todo envuelto en una efervescencia juvenil que parecía no tener fin.
Ya en la preparatoria, la celebración mutó, como lo hicimos nosotros. Se volvió más osada, más atrevida. La adrenalina nos empujó a hacer cosas impensables, como parar el tráfico de la carretera internacional.
Nos apostábamos ahí, retando a los automovilistas a una «coperacha». El que no cooperaba… pues ya sabía lo que le esperaba. No había mucho lugar para la diplomacia en esos días.
El dinero recaudado tenía un solo fin: la fiesta. Pagábamos a nuestros grupos favoritos —La Tierra, Apocalipsis— para que pusieran ritmo a la noche. El Club Social, o algún otro sitio que se prestara, se convertía en el escenario del desenfreno.
Bailábamos con el corazón encendido, como si aquella fuera la última vez. Pero como todo, también eso cambió.
Hoy, el Día del Estudiante ya no es lo que era. Las nuevas generaciones lo celebran con albercadas, se bañan en lodo, participan en concursos donde hasta premios se entregan. No es que esté mal… solo es distinto. Menos calle, más organización. Menos cubetazos, más selfies. Quizá también menos alma, aunque no lo digo con reproche. Los tiempos cambian, y con ellos, las formas de festejar la vida.
Sin embargo, cada vez que llega este 23 de mayo, algo se agita en mi pecho. Es el eco de una risa antigua, el frío de un baño sorpresivo, el olor a ropa mojada bajo el sol del mediodía.
Es el recuerdo de una juventud vivida con intensidad, de un tiempo en que no sabíamos del todo quiénes éramos, pero lo celebrábamos igual.
Y entonces entiendo que, aunque el agua ya no corra igual, aunque las cubetas estén secas y las calles calladas… la verdadera celebración está en el recuerdo. Y ese, mientras yo exista, jamás se evaporará.
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