La pintura de José Elpidio Zavalza está viva. Por eso su obra tiene una inmensidad que seduce a lo infinito. ¿Por qué es así? Porque tiene un profundo pacto con la naturaleza. Sus colores nos transportan al seno mismo del recuerdo y la imaginación.
Su obra completa, está llamada a ser patrimonio regional, yo no lo dudo… y no es uso excesivo de palabra. Porque si observamos a nuestro alrededor y asentimos que esta modernidad que hoy padecemos, con sus aburridas y predecibles imagenes transformadas en publicidad; con sus dispositivos tecnotrónicos absorbentes de biotiempo, dinero y esfuerzo; con una realidad ya dada quien sabe por quién, mercadológica y sin posibilidad de alteración…veremos que no hay espacio para la imaginación, tanto menos para la expresión de los sentimientos.
En este contexto José Elpidio Zavalza abre una puerta y nos invita a su mundo, que es el de todos nosotros. Podemos ver a través de sus cuadros cómo asciende desde un sentido básico de nostalgia y lejanía hasta un espíritu limpio que se desborda con la nitidez del amor por el terruño, la casa, el hogar, la familia y el pueblo.
Lo he visto cultivar sus propios bules y calabazas, sus jícamas y mazorcas para pintarlas después. Ese acto incontestable, de congruencia sin igual, es el que dota a sus obras de un espíritu que habla por sí mismo. Quizás no sea el mejor ejemplo, pero es como si el chef hiciera sus propias ollas y sartenes desde el proceso siderúrgico hasta presentarnos un platillo; o como si el arquitecto hiciera su propia construcción desde el lodo y los ladrillos en el horno hasta mostrarnos los interiores de las casas que fabrica.
Pillo es un asiduo visitante del Cerro Bola y de los caminos del Ceboruco, por eso no podía dejar de transmitirnos, en estos cuadros que aquí estarán expuestos, la majestuosidad de los volcanes: un Popocatepetl nevado que es capaz de helarnos la mirada con sus índigos azules. Y no dejará de impresionarnos tampoco el “panorámico Ahuacatlán” donde hace un amplio despliegue de luz y sombra, entre un rico espectro de matices, con la precisión metodológica de un cirujano. La ductilidad que tiene con el pincel para manejar las formas, nos llevará a sentir que el metal en la luna de plata en “la inmaculada de la media luna” es capaz de cortarnos si nos atrevemos a tocarla con la yema de los dedos que señalan. Su pincelada nos lleva incluso a paladear el salobrigo sabor de los cazos de cobre en alguna colección privada.
Inmortalizar al perro del vecino no lo hacemos todos… pero él, desafiante de los dogmas, coloca al “Palomo” compartiendo espacio y comunicación con las personas en un primer plano. Ese solo detalle es un signo de humanismo vivo que de una manera y de otra, a veces expuesta a veces velada, impregna toda su obra.
Pero Elpidio no se ha limitado solo a pintar. El bagaje de su formación y su artística inquietud lo han llevado a esculpir obras como “cabeza con tocado de plumas” que a continuación veremos. Para darnos una idea de por qué la pieza irradia tanto magnetismo, basta con saber que tiene alrededor de treinta años concebida y logra en ella transmitirnos más allá de su física longevidad el momento exacto del éxtasis sublime ante la danza, un divino orgasmo… el hombre mismo desde el mundo antiguo que levanta la mirada sobre el cosmos. Y ya en esas alturas no se diferencia de Rodin y su pensador que sondea las profundidades más humanas. Ambas están mancomunadas por un lazo de maestría al exponerse.
Como restaurador de arte, uno se lo puede encontrar trabajando en su taller, tan imbuido en procesos minuciosos, alquimistas, que da la impresión de estar ante un médico legista que haciendo la autopsia a los cuerpos, les prepara para su nueva resurrección. Lo mismo trabaja sobre una mohosa daga de Escipión que sobre las ardientes llagas de un cristo crucificado, que sobre el retrato de un rostro desconocido de 1917. Tratando a todos los objetos con un respeto que me hace admíralo en silencio. Veo entonces que los oros derramados de sus manos son el auténtico arte sacro que sostiene vírgenes y santos. Y ahí están las doradas laminillas que no mienten sus quilates, decorando rosetones de las naves en los distintos templos capillas y sagrarios donde ha trabajado.
Sabe revelar fotografías en el cuarto oscuro y conoce el genuino valor de una fotografía en blanco y negro. No ignora las técnicas para hacer alguna hermosa litografía; el dibujo en carboncillo, en sepia, las acuarelas, los pasteles… en fin, pareciera que no logramos agotarlo en su veta artística. Aunque como hombre de repente le cansemos.
Yo, cuando intento ser un remedo de profano (para emular un poco su talento y disciplina), cuando grosero irrumpo en los momentos de inspiración con el derecho que me da su amistad, le pregunto por el nombre de las técnicas empleadas. Y siempre me responde con nombres que aducen a la naturaleza: que si “vista de hormiga” que si “vista de pájaro” que si “gota de agua”… no sé si esto sea cierto, o si logra darse cuenta de mis intenciones y entonces me da atole con el dedo.
Pillo bebió directo de los manantiales del impresionismo, declarándose admirador de nombres como Vincent van Gogh y sus llameantes girasoles; de Manet y sus “faros” que indicaban el curso de la historia; del etéreo Marck Chagall elevándose por encima de los crímenes de guerras mundialistas… pero no por eso dejó de reconocerse como hijo de un latido del parnaso latinoamericano, pues cundieron en él la influencia de Diego Rivera y Gerardo Murillo (el doctor Atl); Remedios Varo y el zacatecano Francisco Goitia solo por mencionar unos pocos. No es, pues, una coincidencia paranormal que Sergio Garval, su contemporáneo, icono pictórico de México en el extranjero sea amigo de Elpidio.
Pero todo esto de poco le habría servido si se hubiera disociado de su pueblo, es decir de su raíz nativa. Creo que por encima de toda influencia, de toda escuela y corriente… estuvo sin lugar a dudas el amoroso ascendiente de su abuela Dorotea, la última aguadora de cántaro… seguramente allí con ella aprendió bebiendo el zarco azul del ojito de agua en el Atotonilco. También de su padre don Hilario Zavalza quien le acercó la primera paleta del llamado arte folclórico; claro, después de haber sembrado los coamiles que bordeaban a las Coloradas, cerca del arroyo que conduce al Corazón. De su hermano Miguel cuyo genio natural le impulsó a arrojarse a la pintura entre gatos azules y cañadas portentosas… y de los amigos entre los que cito al profesor Juan Aranda con quien comparte sus conocimientos de las orquídeas y las caminatas al volcán.
Elpidio no salió egresado de la escuela de arte para seguir una desesperada estampida de borregos en pos del paraíso prometido, es decir del éxito ciego; sino que regresó a su pueblo, sentó cabeza, formó una familia y siguió su camino como artista hasta la fecha, a pesar de las trabas y bemoles que esta vida le conlleva.
Hay pues miles de horas hombre distribuidas en toda su obra, miles de horas que nunca fueron escatimadas… pintó en su juventud, pinta en esta madurez en que se encuentra; pinta en medio del cansancio, pinta en la salud y la enfermedad como si hubiera contraído votos nupciales “hasta que la muerte los separe” con esa otra concubina que se llama Arte…
Esa cualidad de erizar la piel con los colores, de provocar el recogimiento del alma en las habitaciones más íntimas de cada ser humano con un cuadro; solo puede ser una virtud de maestro.
Gracias Elpidio por lo que nos estas legando al permanecer con todos nosotros.
Sábado 7 de julio de 2018.
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