
Francisco Javier Nieves Aguilar
Un día, Dios tomó la figura de un joven y se puso a caminar por el mundo. A la orilla de un bosque vio una cabaña, entró y encontró allí a un hombre pobre, enfermo de elefantiasis; todos sus miembros estaban hinchados y tan deformes, que se movía con mucha dificultad.
— ¡Oh! ¿Qué venturosos vientos te trajeron a mi? ¿Quién eres tú?–dijo el enfermo.
— Soy Dios –respondió el caminante–; algunos me reconocen cuando llego, pero no cuando vuelvo. Yo voy y vengo. Volveré por estos lugares dentro de siete años. Pero ¿Por qué gimes tanto?
— Tengo una enfermedad horrible; ha destruido mi aspecto humano y me ha quitado la alegría de vivir. Ya no puedo más.
— Si quieres, –dijo Dios– te curo. Pero tú me olvidarás.
— ¡No!- le aseguró el enfermo–; guardaré eternamente en mi memoria a quien me cure y le estaré agradecido para siempre.
Dios pronunció unas palabras sobre el enfermo, y éste quedó curado como por encanto. Dios siguió su camino. Enseguida llegó a la cabaña de un leproso.
— ¡Oh bendito tú que vienes a mí!– exclamó el leproso al ver al hermoso joven–, ¿Puedo saber tu nombre?
— Yo soy Dios–dijo el recién llegado-; algunos me reconocen cuando llego, pero no cuando regreso. Voy y vengo. Volveré por estos rumbos dentro de siete años. Puedo curarte, pero ¿Te acordarás de mí?
— No te olvidaré mientras viva– dijo el leproso.
Dios lo curó y siguió su camino. Al llegar a una aldea, se encontró con un ciego que buscaba el camino con un bastón. Cuando oyó pasos, se detuvo y preguntó.
— ¿Quién va? ¡Cuidado con este pobre ciego!
— Yo soy Dios. Algunos me reconocen cuando llego, pero no cuando vuelvo. Curó también al ciego y desapareció.
Pasaron los años y a su tiempo, como lo había prometido, volvió, pero esta vez oculto bajo la figura de un ciego.
Era ya tarde cuando llegó a la cabaña del ciego que había curado. Tocó la puerta. No estaba, pero le abrió su esposa.
— Tenga piedad de este pobre ciego –dijo Dios–; conozco a su esposo ¿Me puede dar un poco de agua mientras lo espero? Me basta con un poco.
— Mi esposo es un verdadero tonto –refunfuñó la mujer–, trae a casa a cuanto pobre se encuentra. Puso un poco de agua sucia en una vieja taza y se la ofreció de mal modo al falso ciego.
Por fin llegó el señor de la casa, y Dios se dirigió hacia a él.
— Estoy de paso—dijo; ¿Puedes darme alojamiento hasta mañana?
El hombre murmuró algo, después extendió un petate en una esquina de la cabaña y dio al ciego un puñado de cacahuates. Cuando despuntó el alba, Dios llamó a su anfitrión y le dijo:
— Te dije que algunos conocen a Dios cuando vienen pero no cuando regresa. Tú no me has reconocido, porque la ceguera se ha quedado en tu corazón.
Cuando Dios llegó a la cabaña del antiguo leproso, se cubrió de una lepra tan horrible, que la seguían enjambres de moscas. Tocó la puerta, pero aquel hombre, viendo al leproso, no lo dejó entrar y rehusó darle de comer, porque estaba demasiado sucio. El caminante le recordó:
— Te lo había dicho, algunos conocen a Dios cuando viene, pero no cuando regresa.
Cuando llegó a la cabaña del antiguo enfermo de elefantiasis, Dios se hinchó los miembros de tal modo que a duras penas podía caminar. Se asomó a la puerta y dijo:
— ¡Buen hombre, un poco de agua fresca por caridad!.
— ¡Adelante!, ¡adelante! ¡Entra!– dijo el hombre, apresurándose a ayudar al fingido enfermo. -¡Oh! ¡Qué desgracia! ¡Tan joven y tan enfermo! Yo también, hace tiempo, tuve esa fea enfermedad, pero pasó por aquí un buen hombre y me curó. Y mientras hablaba puso a cocer un plato de arroz, dio al enfermo nueces y una taza llena de leche fresca. Después preparó un asado de carnero y se ocupó de cuidar al enfermo.
En la mañana, Dios se presentó como el joven hermoso que era y dijo:
— Tu has reconocido a Dios también a su regreso. No olvidas los beneficios recibidos y sabes socorrer a quien sufre lo mismo que tú has sufrido. Por eso permanecerás sano y gozarás de prosperidad.
No olvidemos que Cristo nos preguntará un día: ¿Cuándo tuve hambre, me diste de comer?























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