Ismael era un acaudalado comerciante que había logrado, con mucho esfuerzo, la fortuna más grande de toda la comarca. Su riqueza era envidiada por todo el pueblo, pues Ismael no había nacido en una familia rica. Sin embargo, gracias a su voluntad y trabajo había salido adelante y hoy era el hombre más rico de su tierra.
Su carácter no era sencillo, no era un hombre malo, pero no exteriorizaba sus sentimientos y lo que era peor aún, no tenía un acabado sentido de lo que era la justicia.
Era viudo y tenía tres hijos varones que lo ayudaban con sus negocios. Según Ismael “ninguno como él para negociar”. El hombre creía que sus hijos no eran del todo hábiles y que adolecían de la picardía necesaria para hacer negocios. Estaba seguro que ninguno de los tres había heredado sus cualidades.
Un día, sentado frente a su escritorio y revisando sus cuentas, se puso a pensar en cómo seguiría todo luego de su muerte.
– Tanto esfuerzo para que tres jóvenes ingenuos echen todo a perder – dijo para sí.
El tema de continuar con su imperio comercial lo preocupaba realmente. Tanto así, que decidió poner a prueba a sus hijos, valiéndose de una mentira. Los reunió una noche y les dijo que estaba enfermo y que en poco tiempo moriría, razón por la cual repartiría su fortuna antes de que tuviese que pasar por manos de los abogados. Sin advertir la tristeza y estupor de sus tres hijos, prosiguió:
– Les daré toda mi fortuna, una parte a cada uno de ustedes y cada uno hará con ella lo que considere mejor. Yo me retiraré a descansar y cada quien deberán además seguir con mis negocios.
Su mentira tenía varias aristas. En principio porque no estaba enfermo; por ende tampoco era de suponer que le quedase poco tiempo de vida. Lo que entregó a sus hijos no fue toda su fortuna, sino sólo la mitad, la otra parte la escondió a buen resguardo.
Ismael creyó –equivocadamente – que lo justo era repartir el dinero según las edades de sus hijos. Al mayor, le dio más que a ninguno, al del medio una cifra digna y al menor, menos que a los dos primeros.
Juan, el hijo del medio, se quejó ante su padre por haberle dado a su hermano mayor más que a él. Sin embargo, Pedro, el menor y quien menos había recibido, estaba tan compungido por la enfermedad que supuestamente padecía Ismael, que no dijo nada. No le importaba realmente contar con menos dinero, lo único que quería era cumplir la voluntad de su padre.
Ismael se retiró a su casa de campo y dejó a sus tres hijos a cargo de sus negocios y con el dinero que a cada uno había dejado. No se iba tranquilo. No porque le remordiera la conciencia, sino porque no confiaba en la habilidad de sus hijos y estaba seguro que perdería esa mitad del dinero que tanto le había costado ganar. Como fuere, tenía que probarlos antes de que su tiempo acabara de verdad.
Tomás, el hijo mayor, aprovechando la ausencia de su padre, malgastó el dinero. Se sintió liberado ante la ausencia de Ismael y no hizo buen uso de esa libertad. Estando con su padre, no le quedaba más remedio que trabajar, ahora solo, podía disponer de su tiempo y dedicarlo a lo que más le gustaba, jugar por dinero.
Apostó y perdió, volvió a apostar y volvió a perder. No se preocupó pues pensó que trabajando, recuperaría el dinero perdido. Sin embargo, Ismael no se había equivocado respecto de Tomás, no tenía habilidad ninguna para finalizar un buen negocio y no pudo recuperar prácticamente nada. Con lo poco que le quedaba, volvió a apostar, esperando que esta vez su suerte cambiase. Volvió a perder y se quedó sin nada, excepto vergüenza.
Juan, en cambio, era muy avaro. Jamás gastaba un centavo ni para sí, ni para nadie. No se planteó demasiado qué hacer con el dinero que había recibido de su padre. Para Juan no había más opción que guardarlo, ni siquiera en un banco que le pudiera dar un rédito, sino esconderlo para que nadie pudiese robarle o tan siquiera pedirle prestado. No sólo era avaro, sino que no conocía la caridad. Era, además, un comerciante mediocre, por lo que – sin la guía de su padre – poco pudo avanzar con los negocios.
El tiempo pasaba y Juan seguía teniendo el mismo dinero que había recibido, ni más, ni menos. No perdió un centavo, pero tampoco ganó. Mantuvo el dinero a buen resguardo y allí quedó.
Por otro lado, Pedro contaba con mucho menos dinero que sus dos hermanos. Sin embargo, tenía algo que era mucho más importante que riqueza, ganas de progresar y un profundo amor por Ismael. Tenía orgullo por hacer bien su trabajo y procuró no sólo cuidar los pocos pesos que le fueron dados, sino acrecentar la cifra.
Pedro no conocía el rencor. No se detuvo a pensar en la injusta decisión de su padre. Lo único que hizo fue, por un lado, trabajar duro, muy duro para mantener los negocios prósperos y por el otro, invertir el poco dinero recibido. No se conformó con la cifra que Ismael le había dado, quería tener más, pero en buena ley. La invirtió en forma sabia y prudente. Ganó mucho más dinero que el que había recibido. Tampoco lo mezquinó. Ayudó a su hermano mayor, a quien no le había quedado un centavo y a quienes pasaban necesidades.
Era tanto el dinero obtenido por Pedro gracias a los negocios y sus sabias inversiones, que alcanzó para ayudar, multiplicar en cientos la cantidad recibida y acrecentar así la fortuna de la familia.
Entre tanto, Ismael en su casa de campo, era informado de todo por sus sirvientes, quienes hacían las veces de espías ante sus crédulos hijos.
Cuando supo qué había hecho cada uno de sus hijos con el dinero y cómo les había ido en los negocios, volvió. Los reunió una vez más y los escuchó atentamente.
– He perdido todo padre. No tengo nada para rendirte, ni dinero, ni negocios exitosos. El único dinero con el que cuento es con el que me prestara Pedro – Dijo Tomás con la cabeza gacha.
– Yo conservo el mismo dinero que me dieras hace tiempo. No he gastado ni un solo centavo. Cierto es que no he ganado nada tampoco, pero no he perdido, con eso creo que te conformarás – Dijo dudoso Juan.
Ismael no articulaba palabra, sólo escuchaba. Era el turno de Pedro.
– Padre, yo he multiplicado en cientos la cifra que me dieras. Tus negocios se han extendido por comarcas vecinas y sus ganancias podrán pagar el mejor tratamiento para que puedas curarte. No habrá médico que no podamos visitar, ni remedio que no se pueda comprar – Comentó entusiasmado Pedro.
Ismael enrojeció. El menor de sus hijos, a quien él había menospreciado dándole la menor cantidad de dinero, había sido quien realmente había pensado en su bienestar. Comenzó a sentir una sensación nueva, algo así como orgulloso por ese hijo que, lejos de jactarse de la riqueza que había obtenido, se preocupaba por su salud.
También se sintió miserable, pues había mentido a sus hijos al sólo efecto de probarlos en los negocios. Había jugado con su salud, sólo para comprobar si eran hábiles comerciantes. Sin mirarlos a los ojos y con la voz temblorosa les dijo la verdad.
Los tres hermanos se sintieron heridos, pero Ismael se sintió peor. La ambición de no perder su fortuna aún después de muerto lo había conducido a cometer más de un error. Como con la herencia, los tres muchachos tomaron actitudes bien diferentes.
A Tomás no le importó. Al igual que con el dinero que había recibido, tomó una postura displicente como si fuese lo mismo hablar con la verdad, que mentir, despilfarrar antes que invertir.
Juan, por su parte, guardó rencor. Nunca pudo perdonar a su padre. Hizo lo mismo también que con el dinero, guardó resentimiento y encono hacia Ismael. Sabido es que, quien no puede perdonar, no se enriquece jamás.
Pedro, una vez más, fue el único de los hermanos que ganó. También se sintió, pero no se quedó con esa sensación. Perdonó y gracias a ese perdón, estrechó el vínculo tal vez pobre que tenía con Ismael. Ganó en entendimiento. No se enfocó en qué podría comprar con el dinero en buena ley ganado, sino en que su padre estaba sano y podría disfrutarlo quizás por primera vez en la vida.
También ganó Ismael y mucho más que dinero. Aprendió lo que era ser noble y que con ciertas cosas no se juega. Aprendió a comprender y por sobre todas las cosas a ordenar su escala de valores. Jamás se sintió tan afortunado.
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