La mañana es fresca, agradable. Los andarines vienen o van. El sol se asoma tímidamente por entre la niebla. Los pájaros están alegres. Se escucha el zumbido de las abejas mientras picotean las flores. Al fondo se divisa un jinete; y un poco más allá se observa a un parroquiano ordeñando una vaca.
Frente al viejo camino que conduce hacia el poblado de La Ciénega, avisto aquella vetusta Parota donde solíamos reposar cuando el cansancio nos vencía y de la cual se cuentan muchas anécdotas.
Sigo caminando por el andador, pero en el trayecto traigo a mi memoria aquella famosa carrera de caballos que atrajo la atención de casi todos los ahuacatlenses. Mayo de 1973.
El punto de salida, si mal no recuerdo, fue el molino “La Esperanza”; y como meta La Parota. Era un domingo y el sol pegaba con fuerzas. Había mucha expectación. Las apuestas estaban parejas.
A don Fortino Curiel y a Sabino Zepeda los unía una sólida amistad, pero esa ocasión, dejaron atrás sus lazos fraternales para pactar una interesante carrera de caballos. Alazán contra alazán. Cada uno era dueño de cada cual.
Antonio Aguilar había puesto en boga su memorable canción “El alazán y el rosillo”. Todo mundo la cantaba y eso hacía más emocionante aún esta famosa carrera donde corrieron pesos de a montones. Ganó el caballo de Don Fortino. Perdió Sabino Zepeda.
Y la Parota ahí está, como mudo testigo de aquel memorable acontecimiento que atrajo la atención de todo mundo…
Luego avisto, a 100 metros de distancia, las ruinas del trapiche “La Esperanza”, propiedad del extinto Lauro Bañuelos. Mentalmente visualizo aquel espacio que servía para depositar el gabazo –caña exprimida–, simulando una extensa alfombra blanca.
Ahí jugábamos dizque al futbol americano –al fin y al cabo caíamos en “colchoncito–. Éramos unos niños, ¡pero cómo nos divertíamos! Al final corríamos a zamparnos uno, dos, tres o más vasos de jugo de caña, mientras observábamos a Quirino atizarle al chacuaco.
Era una delicia observar el vapor que emergía de las calderas y a aquellos hombres correosos meneando y meneando el caldo de caña que después se convertiría en piloncillo. Y las “greñitas” ¡qué dulzura!, lo mismo que el melado.
Ahora troto, pero al llegar al Coastecomate, me detengo un minuto. A lo lejos diviso la Peña del Villar, donde se dice que hay ocultos varios costales de oro; y de pronto reparo en un tronco seco, pegado al cerco de piedra, donde alguna vez atrapamos un conejo.
El tronco pertenece a un viejo árbol de zapote amarillo. Solo de acordarme “se me revuelve” otra vez el estómago. Hoy, a más de 45 años de distancia aún no puedo tolerar el olor de ese fruto.
Y es que, un viernes de otoño nos apeamos al pie de ese árbol; y mientras reposábamos sobre el cerco deglutimos decenas de zapotes. Por la noche fui presa de una fuerte indigestión. No sé cuantas veces devolví el estómago. “¡Te empachaste mi´jo!”, me habría dicho mi mamá. Desde entonces odio los zapotes.
Sigo caminando. Dirijo mi vista hacia el poniente y observo los restos de aquel árbol de guásima que servía para resguardarnos del sol o de la lluvia y en donde solíamos comer al mediodía…
Mucha tristeza me dio ver el arroyito cubierto de maleza. Sus aguas cristalinas son ahora cosa del pasado. Los árboles y arbustos que crecieron junto a él también desaparecieron.
Más allá avisté el otro cerco de piedra. Ni una iguana divisé; y las ardillas parece ser que también ya se esfumaron… solo vi una que otra lagartija y dos o tres zanates rondando por los guamúchiles.
Trotando o caminando emprendí el regreso, con la nostalgia que producen los años mozos. Mi mundo de carencias, pero muy feliz… muy feliz… muy feliz.
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