Durante la Edad de Hielo, muchos animales murieron a causa del frío.
Los puercoespín dándose cuenta de la situación, decidieron unirse en grupos. De esa manera se abrigarían y protegerían entre sí, pero las espinas de cada uno herían a los compañeros más cercanos, los que justo ofrecían más calor. Por lo tanto decidieron alejarse unos de otros y empezaron a morir congelados.
No tuvieron más remedio que hacer una elección. O aceptaban las espinas de sus compañeros o desaparecían de la Tierra. Con sabiduría, decidieron volver a estar juntos. De esa forma aprendieron a convivir con las pequeñas heridas que la relación con una persona muy cercana puede ocasionar, ya que lo más importante es el calor del otro. De esa forma pudieron sobrevivir.
No recuerdo donde leí esta narración, pero sin duda alguna nos deja una gran lección. Una de las causas principales de nuestra mala convivencia es el no saber aceptar los defectos de los demás.
Con demasiada frecuencia escuchamos frases como ésta: “no puedo convivir con él o ella, porque es un egoísta, un soberbio, o…”. Y yo me pregunto: ¿no dirá lo mismo aquél de quien dices tiene tal defecto?
La experiencia nos enseña que “no hay nadie sin defectos”. Un proverbio latino dice: “El que desee un caballo sin defecto, que marche a pie”.
Efectivamente, todas las personas tenemos una montañita de defectos, los veamos o no los veamos, los perciban quienes nos rodean o no. Por ello, quienes conviven con nosotros tendrán que aceptarnos así, con esos defectos, si quieren que la convivencia sea posible.
Eso sí, cada uno tiene que luchar para irlos eliminando. Una ayuda eficaz para conseguirlo es “la corrección fraterna”.
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