Mientras Érika esperaba impaciente su cita en el Hospital Central, me dirigí hacia la Explorer con la intención de descansar. El intenso calor me lo impidió, siendo entonces que opté por reposar bajo la sombra de un árbol, en el parque de La Loma.
Traté de dormir un poco, pero en eso escuché una conversación que me pareció muy interesante. Dos mujeres que descansaban en una banca de concreto esperaban a sus hijos que pintaban figuras de yeso.
Ellas dialogaban precisamente acerca de sus vástagos y los vertiginosos cambios que se han suscitado en esta era cibernética. Hablaban de tiempos presentes y pasados; y yo reflexionaba: Las madres que educaron a los de mi generación, fueron y son seres maravillosos.
Era la época en que no existían los tratados internacionales sobre “los derechos de los niños y las niñas”, ni las comisiones de derechos humanos. Por tanto no había a quién recurrir para salvarse de un castigo o una reprimenda, que ahora sería considerada como violencia psicológica o física. Si acaso nos quedaba el recurso de correr con la abuela para que nos salvara de aquella mano correctora, cuya finalidad era la de forjar nuestro carácter.
Pero, así crecimos y creo que el producto resultante no fue malo, aunque en ese proceso aprendimos muchas cosas.
Recuerdo un texto que leí por ahí respecto a las enseñanzas de nuestras madres. De ellas aprendimos muchas cosas; a apreciar un trabajo bien hecho, por ejemplo: “Si se van a matar, háganlo afuera. Acabo de terminar de hacer el quehacer”.
En la gran mayoría de los hogares no había servidumbre, de manera que la mamá recogía la casa, barría y trapeaba y hacia el mediodía comenzaba a preparar la comida. Era entonces un crimen de lesa humanidad el llegar haciendo tiradero, después de que ella se había pasado muchas horas ordenando la casa.
A su modo nos enseñaban religión y a orar:
“Mejor reza para que se quite de la pared el mugrero que hiciste”. Cierto es, que en ocasiones ni rezándole al Santo Niño de Atocha se componían los estropicios que hacíamos en la casa.
A este respecto, recuerdo de manera especial el día que mi amigo y vecino Efraín Rodríguez –que en paz descanse– nos invitó a su casa a probar una pista eléctrica que le acababan de comprar y para ello, la colocó sobre la mesa del comedor. Pero como los carritos se salían en una curva, mi amigo decretó que la mesa estaba chueca y había que emparejarla cortando un pedacito de una de las patas.
Pero no obstante que así lo hizo serrucho en mano, la pista seguía desbalanceada, de manera que poco a poco fue cortando pedazos de patas hasta que la mesa aquélla que era de comedor, quedó como mesa de centro. Sobra decir la regañada que nos pusieron a todos y la paliza que se llevó mi amigo. La mesa, si acaso, quedó buena para atizarle al comal, pero nada más.
Aunque no es mi caso, muchas madres enseñaron a sus hijos con la lógica: “Porque yo lo digo, baboso, por eso, ¿ta weno?”. ¿Podía haber argumento más convincente que ése? Si se ponían rejegos, la conversación terminaba con un: “Porque soy tu madre, sólo por eso. ¿Te parece suficiente?”.
Nos enseñaron ironía: “¿Quieres llorar de a de veras?”. O la otra: “Ahorita te doy una zumba pa’ que llores de verdad”.
También aprendimos lo que es la ósmosis: “Cierra la boca y come”. ¿Cómo podíamos hacer esas dos cosas al mismo tiempo?
Con ellas supimos lo que es la fuerza de voluntad: “Te vas a quedar sentado hasta que te lo comas todo”.
Nos mostraron lo que es el ciclo de la vida: “Síguele con eso y ya verás. Porque te traje a esta vida y te puedo sacar de ella”.
Nos impulsaban a hacer contorsionismo: “Mírate lo puerca que tienes la cabeza. Míratela”.
Nos enseñaban a modificar patrones de comportamiento: “¡Deja de actuar como tu padre!”.
Nos mostraban lo que es la rectitud: “Te voy a enderezar de un solo mandarriazo”.
Nos enseñaron habilidades como la ventriloquia: “No me rezongues, cállate y contéstame. ¿Por qué lo hiciste?”.
Y la clásica clase para ser ahorrativos: “Guarda las lágrimas para cuando yo me muera”.
Por ésas y tantas lecciones más, debemos de estar profundamente agradecidos con nuestras madres, porque de ellas aprendimos a caminar por este mundo y aquí estamos sin traumas ni rencores.
Por lo demás: “Hasta que nos volvamos a encontrar, que Dios te guarde en la palma de Su mano”.
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