CLAROSCURO
Rigoberto Guzmán Arce
Por el reencuentro, gracias Nieves; y para mi amigo José Luis “El tequilita”, le dedico este primer escrito.
(I).- De los primeros encuentros con “el norte” como concepción, apenas pude conocer que un tío de sangre, Víctor, y otra familia los Rojas de la calle Zaragoza y mi padre lo habían conocido. No me quitaba el sueño, como por ejemplo: Saber el origen del nombre del cometa del 82 o por qué me daba placer y temor las historias en el cine.
Desde la onda expansiva de los años de niñez, me di cuenta por el tiempo desesperado que la gran estabilidad económica llegaba a su fin, cuando cada día, semana tras semana, mes y año tras año, familias despoblaban el barrio de Los Indios. Los dejaba de ver y no alcanzaba a comprender la magnitud de las despedidas.
Se fueron quedando las casas en el polvo de la espera y el regreso. Amigos de la primaria que se iban por el horizonte. Se hablaban maravillas del otro lado, que prodigaban los regalos del tío Toño en sus vacaciones de verano cargando desde la frontera, mercancía y regalos como los dulces de cuatro sabores; los dientes multicolores y suaves; las nueces diferentes de cáscara frágil; los exquisitos chocolates de envoltorios negros y azules. Sobre todo los juguetes que apresuraban las ambiciones infantiles, como aquella pistola que apretando el gatillo, se incendiaba en su interior y generaba el sonido galáctico ante el asombro de niños con huaraches de suela neolite y el nerviosismo de las manos que siempre habíamos jugado con la madera y la hojalata.
Nos fuimos ensamblando de manera natural, una relación cóncava y convexa, el encontronazo del fuerte y el débil. Me marcó saber de los billetes verdes y “el money”, las palabras, gringo, gabacho. Se comenzaba a oler y masticar la presencia de la brusca relación estrecha del imperio y el nosotros. De lo que era el contrabando de perfumes, ropa, televisiones, en pequeñas proporciones.
De la vida apacible y de pobrezas se trastocó para convertirse en el éxodo de campesinos con sus familias, burócratas, vecinos en busca de los sueños que se podían atrapar como nubes de billetes. El made in States Unites aceleraba los corazones y las esperanzas se convertían en autopistas de la bandera de barras y estrellas.
(2).- 1984, año que me tocó conocer por fin el cacareado sueño americano. La postal de los enormes edificios, luces de neón y la multiplicación de los free ways. El lugar de las películas de Hollywood, la sucesión de imágenes y de historias repetidas de los amigos Carlos, Javier “el capi” y José Luís. De mi hermana Rosa cuando nos trajo un par de pantalones de gamuza y dos camisetas con dibujo central. El tocadiscos portátil de plástico naranja con dos discos L.P de Roberto Jordán y Marco Antonio Vázquez. El por fin conocer las tierras de donde partían su largo peregrinar los gringos de pantalones cortos y camisas de cuadros que por unos días llegaban al llano del Barrio del Camote, en caravanas con sus carromatos de lomos plateados y ellos gozosos sin soltar sus pipas.
Por fin pisar el territorio de la música disco, de los cigarros More, de las camisetas del fútbol americano. Ante todo Walt Whitman, el hombre de barba de hierba y el del canto a mí mismo.
Las dos caras de Estados Unidos que iba resguardando a través de la literatura y de las venas abiertas de América Latina; de la canción de gesta de Pablo Neruda; de la historia truculenta e invasora, como un águila devoradora de recursos, de petróleo, de agua y tierra.
Estaba a unas horas de ingresar de manera ilegal. Desvelado trataba de descansar en la casa empinada en uno de los tantos cerros de nogales. La casa de mis tíos Valentín y Nena, los padres de Chaías, era el centro de reunión de mis angustias y desventuras. Recordando que hace catorce años me vine de obrero a una de las tantas maquiladoras de esta ciudad larga y fronteriza. Trataba de conciliar el sueño pero no podía por recordar cuando en algunas ocasiones logré ingresar en bicicleta por una de las garitas con la mica local de mi primo. Él tenía dos y nos parecíamos. El gusto era disfrutar de las bellas avenidas y jugar fútbol en la cancha empastada de una escuela de Nogales, Arizona. Gasté en una tienda treinta dólares al comprar una camiseta tan horrible y unos tenis tan grandes que nunca me volví a poner.
Ya sentía el miedo que te acalambra el cuerpo cuando al día siguiente esperaba en unas de las bancas donde vendían recuerditos para los gringos turistas a que mi primo regresara con el permiso para ingresar más allá de ciertas millas que te ponen como límite. Lo logramos; él burló a todos los expertos y ahora me tocaba burlarlos aparentando ser el joven que minutos antes había pedido viajar a California.
En el Greyhound de la ruta Nogales Arizona-Tucson- Los Ángeles, se subieron uniformados con gigantescas linternas pidiendo documentos y claro, como soy moreno, tres veces me alumbraron el rostro y estuve a punto de reírme y terminar la farsa. Me contuve porque eran mis vacaciones de abril y quería saber lo que se siente ir en busca de un amor profundo y bello pero aventurado y loco y como era profesor de secundaria en Ixtapa, Puerto Vallarta se juntaron los mundos emocionales y materiales; y eso iba pensando en el viaje que por ningún motivo me bajé a comprar, ir al baño o descansar. Solo contemplaba la oscuridad y las luces que de pronto brotaban en la ventanilla. San Diego con sus edificios como una sucesión de cubos luminosos y espectaculares a través de la vía rápida
De mañana brota el color gris de la ciudad. La vorágine, las largas y veloces hileras de autos en las arterias. Los golpes del corazón al compás de los semáforos del centro. El Dipo, la llamada y llega José Luís muy campante y de los saludos pasamos a la guayina azul y vámonos con Cati a la San Pedro 8803. Nos pusimos una borrachera con brandy presidente que hasta Mateo el hermano tuvo que ir por mi amigo. Había conocido la nostalgia y la melancolía de los hombres que salieron de sus barrios para insertarse a los dominios del gringo, pero que los latinos y negros fueron desplazando de las zonas residenciales.
Durante los días de abril y unos de mayo, brotaban rostros que me parecían conocidos por todos lados, las costumbres y los ritos familiares con dejo o la sensación que aquí era la continuación de nuestras vidas. Se tenía bienestar pero no se quería perder la alegría del clan, la pertenencia y el valor moral, imantación del regresar en algún tiempo. El poder disfrutar de esto, pero mezclado con aquello.
Recorrer el centro abandonado y meternos al cine para ver under fire, película de la Revolución nicaragüense vista por los gringos. Un domingo ir a un parque extenso y antes conocer que en la Pico Boulevard en uno de los cines un documental del Frente guerrillero de El Salvador Farabundo Martí de Liberación Nacional, se exhibía un documental y de pasada llegar a una casa oscura de portón azul llamada Casa Cultural de Nicaragua para comprar algunos libros. Compré “Azul” de Rubén Darío y regresamos al este de Los Ángeles, por la calle Percy, con el firme convencimiento que estábamos en medio de la guerra fría entre los gringos y los rusos y las campañas publicitarias de convencimiento y de combate entre los sistemas capitalista y socialista en todos los rincones del planeta cuando estaba en apogeo.
Ronald Reagan, presidente de este país, se deleitaba con los gastos de guerra y vociferaba de carne humana. La nomenclatura rusa con sus cantos de sirena para incautos e inocentes. En discusiones nos ganábamos enemigos gratis y éramos capaces de desvelarnos discutiendo cada punto y cada coma, devorando lecturas con el hambre insaciable del conocimiento.
Nunca imaginé que unos cuantos meses regresaría a esa casa oscura de portón azul de la Pico Boulevard para incorporarme a colaborar vendiendo periódicos, revistas, libros y difundir los logros y aciertos de la Revolución Sandinista. Nunca me imaginé renunciar de profesor, perder la calidez de mujeres y hombres en el entrañable Ixtapa, a mis amigos y familia en Ixtlán. Dejar la casa de la calle Ortiz 214 con los regresos felices de los viernes. Dejar de ir al Apolo y la disco Natos. Dejar de jugar fútbol con los vaqueros de mis inolvidables amigos, sobre todo el capi, Tomy y César Landeros. Nunca imaginé venir a sobrevivir en la Pico, vivir solo entre una escopeta y una máquina de escribir, desayunar, comer solo. Dejar de percibir salario y escribir como loco poemas combativos para público latino y gringo. Nunca me imaginé… continuará próximo viernes
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