Ese día la luna se unificó a la imponente torre de especialidades del Centro Médico de Occidente. Su color tan diáfano lucía como las batas blancas que portaban los doctores, a quienes les tengo una profunda admiración; primero porque desde chico siempre han sido ellos quienes han lidiado con mis achaques (yo pienso que todos alguna vez hemos puesto nuestra salud en sus manos), y segundo porque son personas que se desgastan mucho aprendiendo continuamente lo que han de hacer para tratar las enfermedades, y, con suerte, a los enfermos.
Uno de estos casos en que el médico cumple con ambas funciones es el doctor Gerardo García, «El Jerry», como escuché que le decían sus correligionarios. Este galeno así como práctica las incisiones más peligrosas, uniendo y cauterizando las venas y arterias de manera magistral, es un caballero y un ser humano a la hora de informar los resultados de su trabajo a los familiares sobre los trasplantes renales que realiza varias veces por semana.
Me fue difícil dar con él después de las cinco horas que pasé con la inquietud de conocer el resultado del trasplante renal que recibió mi mamá por parte de una donadora excepcional, como lo es Bethy Arvizu. Ni la cardióloga, ni el anestesiólogo, ni ninguno del equipo que participó en el trasplante me dieron informes después de hacer pasarela de salida. Fue Gerardo García el último en salir. Se veía confundido, sumamente cansado. Cuatro horas antes de iniciar con la cirugía de mi madre, había terminado con otra, a las cinco de la mañana. Llevaba cuatro trasplantes en 24 horas.
De los tres encuentros que tuvimos después de las dos de la tarde, cuando todo había salido a pedir de boca, creo que le presenté tres veces a mi esposa, porque la volvía a saludar preguntando si era familiar del paciente. Olvidaba los nombres y se le venían constantes lagunas mentales que a Javier mi hermano lo mortificaron.
— ¿Y si operó mal a mi mamá y le dejó las tijeras adentro? ¡Oye y qué tal si hizo una mala conexión! ¡No deberían operar en esas condiciones!
Yo lo traté de tranquilizar porque me consta que los doctores por muy agotados que estén, tiene una experiencia ingente que les permite operar hasta con los ojos cerrados, escuchando canciones de Marco Antonio Solís y echándose uno que otro chascarrillo.
Bethy había salido antes. Exactamente a las 12:30 como estaba programado. Cuando la vi sentí un agradecimiento inefable. Quería abrazarla, decirle que me gustaría dar mi vida por la de su esposo, quien le había prometido originalmente a mi familia que le donaría su riñón a mi mamá y que por azares de la vida, murió hace un par de años en Estados Unidos.
Ella solo preguntaba y repetía una y otra vez «cómo había salido todo». «Cómo está Tachita», como la bautizó cariñosamente desde antes de que la conociera en persona.
En recuperación le di la buena noticia: «Todo salió bien. ¡Mi mamá estaba orinando hasta un litro por hora! Le di un beso en la mano y me retiré para seguir preguntando por la evolución de mi mamá.
Era el martes 26 de enero. Hacía 7 años en que para esas mismas fechas yo también estaba en terapia intensiva recuperándome de un trasplante renal que me regaló mi padre. Sin embargo, esta vez fue más difícil. Me encontraba ante mis queridos viejos desgastados por el largo tiempo de espera, vaivenes de enfermedades y complicaciones, viajes y gastos económicos que deterioraron sus fuerzas físicas, mentales y espirituales.
Un viernes antes, poco antes de partir a Guadalajara, mi mamá me entregó una caja de zapatos para guardar. Las instrucciones fueron que la abriría solo en caso de que algo saliera mal. Yo la sellé con cinta canela y la guardé en un locket con llave. Solo le pedía a Jehová que si no la volvía a ver, no sufriera nada; que se durmiera y me permitiera verla en un mundo nuevo.
Ese día, el martes 26 hicimos juntos muchas oraciones. Al grado que opté por no hacerlas más debido a que Bethy se bloqueó por las emociones que todo esto le provocaba. Lo doctores estaban dispuestos a cancelar la cirugía. Fueron momentos muy tensos. La intervención de la doctora Perla y el jefe Gómez nos salvaron. Continuó el protocolo. Mi mamá salió envuelta de pies a cabeza con una sabana…
«Los amo a todos», me dijo… En lugar de mencionarle a Dios, opté por darle ánimo diciéndole que estaba en manos de profesionales, los mejores de Latinoamérica.
Jamás pensé que mi papá estaba tan mal, que se desvaneció en una banca del quinto piso. Él ha sido todo un guerrero. Un hombre, un esposo y un padre a carta cabal. No se retiró ni por un instante del hospital. Hacía como podía para conseguir dinero, dormir en el carro que se encontraba en el estacionamiento, seguir todos los trámites, y hasta para trabajar cuando sus circunstancias se lo permitían estando allá mismo.
A veces pienso que si don Edgar Arellano, nuestro extinto patrón viviera, hubiéramos recibido más apoyo. ¡Y eso que contamos con la solidaridad inmejorable de Rigoberto Guzmán Arce! Y de muchos otros como Luisa Ramírez, quien me prestó su carro para llevar a todos mis hermanos hacia allá. De Kiki González, y Rafa Nieves, quienes igualmente se ofrecieron a facilitarnos sus carros. De José Luis Sánchez, quien invitó a mi papá a desayunar varias veces. De su hija Marisol, quien le mandó dinero. Y de la familia de Gerónimo Romero, quien hace honor a su nombre al haber sido tan generoso dándonos hospedaje en su casa y estando al pendiente de todo, al igual que él Shino, su hijo, y su esposa Nene. A todos ellos y a quienes hicieron oración para que todo esto saliera bien, que el padre de nuestro señor Jesucristo se los recompense.
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