- LEYENDA DEL FAMOSO “CHINO”, DE AHUACATLÁN.
Lo que más le gustaba a Juan “El Chino”, eran los tamales que cocinaba doña Juanita en el mercado público municipal de Ahuacatlán, adonde acudían los desvelados y los “crudos” para arrebatárselos prácticamente, después de haberse zampado un menudito de con doña Nico.
El Chino acudía generalmente los viernes. Era su cliente; porque su orgullo era que se echaba cuando menos 12 tamales en cada sentada. Tenía buen diente, desde luego, razón por lo que era también un misterio, ¿Por qué estaba tan flaco?
Eso fue lo primero que echó de menos cuando se pasó de mojado, allá por 1960 y tantos, cuando cientos de Ahuacatlenses se fueron a los Estado Unidos de “braceros”, bien contratados, menos el Chino, quien no pudo conseguir su acta de nacimiento y el Bony Romero lo dejó fuera de la lista.
- ¿Ah sí?, afuera – increpó –. ¡Pos ahora van a saber quien soy!
Pero más bien no lo vieron, porque se pasó quien sabe cómo, allá por el rumbo de Tijuana, y tres días después apareció en San Diego, California, revuelto entre los bien contratados paisanos trabajando en las vías del tren.
- ¿Y tú de dónde eres compa? —le preguntó a Pancho Pérez, el bracero que nomás se la pasaba leyendo la biblia –.
- De Michoacán. De allá mero —le contestó el Pancho — donde abundan los buenos. ¡Qué digo buenos! ¡Los mejores tamales!
- Híjole, ¿Y es cierto que allá hacen muy buenos tamales?
- Sí claro. Sin ir muy lejos, mi suegra cocina unos muy buenos sabrosos, nomas que al menos a mi no me gustan, porque no como carne de puerco. Es mala
- ¡Huy!, pos a mi me gustan de a madres…
Fue en ese momento que el goloso de El Chino se acordó de nuevo de los tamales de doña Juanita, allá en Ahuacatlán.
- Es que ya llevo como cinco semanas sin probarlos —se quejó con su amigo Pancho— y yo creo que por eso estoy débil. Nomás mírame qué flaco estoy.
El Chino veía tamales por todas partes: en las revistas que tiraban los pasajeros a de los trenes que pasaban; en las nubes que se formaban en el cielo, en los olores que de cuando en cuando brotaban del campamento. Llegó a acordarse de ellos cada vez que oía a los marranos gruñir en el corral del rancho. Tamales por todas partes. ¡De rojo, de verde los tamales… ricos tamales!, oía cada noches en sus pesadillas.
Por eso un día no soportó más. El sábado que terminaban de trabajar en el riel, se encontró a una Migra echándose una cerveza en el puesto de la esquina y le confesó:
- Soy ilegal, ¡No traigo papeles!, ¡Échenme pa´México!
El Migra lo miró impasible y luego de acabarse su budweiser lo agarró del cuello y lo llevó al campamento.
- ¿Es cierto que este flaco es ilegal mojadou?
- Claro que no Míster, es del grupo de braceros bien contratados.
- Entonces ponlo a trabajar. Se quiere regresar a Mecsicou.
No lo regresaron. Ni siquiera cuando el programa de braceros llegó a su fin en 1963, porque como les caía simpático lo contrataban una y otra vez en la pizca de pistachos, en los pastizales y hasta en la construcción restaurando las misiones. Tal vez flaco, pero el caso es que les caía bien; y aún sin papeles lo ponían a trabajar en empleos que ya quisieran muchos con todos sus papeles.
- ¡Depórtenme!, les imploraba el Chino a los agentes de la Migra, a sus patrones, a todo mundo. ¡Quiero regresar a mi rancho!; ¡Quiero comer tamales!
Pero nada que lo deportaban. Suertudo el hombre. Pero un día, no hace mucho, cuando doña Chole colocaba su olla de tamales, se le acercó de pronto un extraño cliente.
- Una docena doña Chole. Llevo años soñando con ellos. La tamalera se le quedó mirando:
- ¡Chino!, ¿No eres tú el Chino? Hace tantos años que no te veía; desde que te fuiste de mojado.
- No pos sí; eso hace mucho, pero como no me han querido deportar; y allá ni tamales hay.
- ¿Cómo que no te deportan?; ¿Entonces cómo es que andas acá en Ahuacatlán?
- Por nomás vine por mis tamalitos. Orita mismo me regreso a mi tumba. Allá quedé enterrado en San Isidro.
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