Inicié mis estudios de secundaria en septiembre de 1970. Recién había concluido el mundial de fútbol aquí en nuestro país y los conflictos estudiantiles estaban en todo su apogeo; pero en aquel entonces no le dábamos tanta importancia a los asuntos políticos.
Mi escuela estaba ubicada por la calle de Morelos casi esquina con Reforma, a un costado de la primaria José María Morelos, en una finca que se utilizaba normalmente como casa – habitación. De hecho ahí vivió mi abuelo Abundio Aguilar.
Lo anterior viene a colación hoy que se celebra el Día del Maestro… Una buena ocasión para reconocer y recordar a esas personas que formaron parte de nuestro aprendizaje, no sólo de los conocimientos o de libros que tanto nos exigen, sino de la vida misma.
De esta forma, al rememorar mi ingreso a la secundaria recuerdo vagamente a algunos de los que me impartieron clases en distintas materias; docentes que nos mostraron el por qué de la disciplina y que nos amonestaban cuando nos salíamos del aula o cuando preferíamos hacer de todo a la hora de clase, menos sobre la clase misma.
Mi maestra de inglés, si mal no lo recuerdo, se llamaba Sofía Ibáñez. Ella era una mujer alta y corpulenta, de tez blanca y expresión fluida, hija de don Armando Ibáñez, quienes tenían su domicilio por la calle de Juárez, frente a la finca que habitaba don Téodolo Fránquez –el mejor constructor de cercos de piedra que ha habido en Ahuacatlán–.
Fue ella la que me enseñó las primeras lecciones en idioma inglés; pero a fuerzas de ser sincero esa materia no me llamaba mucho la atención y fue esa la razón quizás por la que una ocasión me reprendió.
La maestra Sofía picó mi orgullo y a partir de entonces decidí demostrarles que sí podía. Mi hermana Ana me proporcionó un libro que se llamaba “El Inglés sin maestro en 20 lecciones”. Lo empecé a estudiar y fue ahí donde empezó también a gustarme el idioma. De ahí en adelante y hasta concluir tercer año mis calificaciones, sin el ánimo de parecer jactancioso, nunca bajaron de diez.
Me gustada tanto el inglés que fue esa una de las razones que me indujeron años después a estudiar la carrera de turismo, donde me enseñaron también francés.
Fundamentales fueron para mí las enseñanzas de mi bien recordado maestro Luis Manuel Güereña, quien había llegado a Ahuacatlán para desempeñarse como sacerdote de la parroquia de San Francisco de Asís. Él me regaló al menos tres libros del idioma inglés.
Ahora que recuerdo mi paso por la secundaria llega también a mi memoria la figura del maestro Bernardino, quien nos dio clases de español. Con él se organizaban los concursos de poesía y oratoria y así mismo hizo que formáramos equipos para que diéramos a conocer diariamente las noticias más importantes del día siguiendo las reglas más elementales del periodismo.
Dos de mis mejores maestros fueron sin duda alguna los profesores Juan Ramos Águila e Isabel García Serrano –el profe Chabelo– quienes me impartieron las clases de biología y geografía, respectivamente.
¡Qué difícil se me hacía la matemáticas!, sobre todo en primer grado, aunque ya en segundo y en tercero empecé a comprenderlas mejor gracias a las enseñanzas y al método que utilizó mi queridísimo maestro Salvador Villanueva Ponce.
En secundaria tuve también como maestro a un hombre de estatura espigada, moreno y corpulento. Servando O´conor se llamaba, ya fallecido. Él me dio clases de historia, mientras que el profesor Feliciano Ramos impartió civismo y español… Su hermano Juan, insisto, me dio Biología y fue éste el que fungió como responsable de grupo cuando realizamos aquella excursión a la ciudad de México y que nos sirvió para conocer algunos de los sitios más interesantes de la capital, como el Museo de Antropología, el Zócalo y la Catedral, el Palacio Nacional, Chapultepec junto con su castillo y su Museo de Historia, Palacio de Bellas Artes y la Cámara de diputados, entre otros lugares.
Son pues ellos algunos de mis maestros durante mi paso por la secundaria… Esos maestros que soportaron con paciencia nuestras risas y bromas, la falta de atención en algunos momentos de las clases, esas que creíamos inútiles pero que ahora sabemos que son la base de nuestra vida y que gracias a ellos ahora somos unas personas maduras.
Gracias a todos ellos por los consejos, por los secretos de profesión compartidos, por su apoyo; a los que me regañaron y los que me alentaron, a los que me exentaron de un examen. Pero sobre todo, gracias por la amistad y la confianza brindada.
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