Había una vez un rey que tenía 55 hermosísimos jarrones de la más fina porcelana. Eran su tesoro y no tenía otra ilusión que sus jarrones. Se la pasaba horas y horas ensimismado en su belleza, acariciándolos dulcemente con sus ojos.
Para evitar que les cayera la mínima mota de polvo buscó al más fiel de sus sirvientes, lo puso al cuidado de sus exquisitos jarrones y le amenazó con cortarle las manos si apareció en cualquiera de ellos el menor rasguño y con quitarle la vida si alguno se quebraba.
Por mucho cuidado que el buen sirviente puso, se quebró uno de los jarrones y el rey cumplió su palabra y lo mató.
Le sustituyó otro de sus hombres de mayor confianza y fidelidad que, a pesar de sus esmeros, corrió con la misma suerte que el anterior y pagó el leve descuido con su vida.
Desde ese día nadie quería cuidar los jarrones del rey. Por mucho que ofrecía riquezas, lujos o poder, todos rehusaban su ofrecimiento.
Por fin se presentó un anciano y ofreció animoso sus servicios. Él no temía cuidar los jarrones del rey.
Lo llevaron a la sala de los jarrones reales y el buen anciano empezó a golpear con el bastón los jarrones, y en breves segundos los hizo añicos a todos.
- Infeliz –le gritaron los soldados del rey aprisionándole con rudeza– ¿sabes acaso lo que has hecho?
- Por supuesto que lo sé: les he salvado la vida a 53 fieles servidores del reino.
Es necesario que aprendamos a valorar y cuidar las obras de arte, pero más importante es cuidar y respetar la vida de las personas.
Nunca podremos decir que una cosa o un animal valen más que los seres humanos, porque fuimos creados a imagen y semejanza de Dios.
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