Francisco Javier Nieves Aguilar
Además del café con leche me gustan los días nublados o con lluvias ligeras. Disfruto a placer el chipi chipi. Sentir las gotas de agua que caen desde el cielo, al menos para mí tiene algo especial. El olor a tierra mojada y fresca; ver que todo lo que estaba sucio es limpiado por la lluvia. Las semillas van creciendo, se fortalecen sus raíces para ser grandes plantas o arboles.
La época de lluvias me llena de nostalgia. Me transporta a otros tiempos. Me hacen recordar mis caminatas al Cerro de la Cueva, a Las Higueras y al Costaecomate, a Las Vigas y a Los Limones. Gozaba con esa lluvia que caía sobre mi rostro.
A veces sentía que mis pies bailaban automáticamente al ritmo de los truenos o relámpagos. Mis manos intentaban agarrar las gotas que muy traviesas se escapaban entre mis dedos. Lluvia fresca que corre el cuerpo y que se acelera con los latidos del corazón.
Tiempos de sembrar, de “tirar químico”, de levantarse a las siete de la mañana para zamparse un plato de frijoles refritos y una taza de café, con tortillas echas a mano y un chile de molcajete. Coger la bolsa de ixtle con el lonche dentro preparado por mamá.
“¡Ándale Poli – así me dicen en Ahuacatlán, por mi fecha de cumpleaños –; ya está listo todo. Ve con cuidado”.
Dos bolillos de frijoles y una fanta o pepsi cola conformaban mi comida diaria durante la época de siembras. Pantalones rotos, camisas raídas; huaraches de correa. Al menos una hora me tomaba llegar a las parcelas de Los Varela. A veces atravesaba “El Mezcalar” para bajar justo al Coastecomate. Otras ocasiones me desplazaba por la vieja carretera que conduce hacia Amatlán de Cañas, entre ardillas y lagartijas que se atravesaban de un lado a otro.
A las ocho de la mañana iniciaban las faenas. Habría que caminar detrás del arado que jalaba un par de burros o caballos, levantar la milpa caída y retirar la hierva que crecía alrededor. Tres, cuatro o cinco horas continuas agachado; a veces desplazándose entre los surcos fangosos.
La suela de los huaraches se hacía más pesada con el lodo y eso ocasionaba que las correas se rompieran con frecuencia. Decenas de veces regresé descalzo a casa. Muchas ocasiones comí el lonche empapado de agua a causa de la lluvia.
A las cinco de la tarde, justo cuando veíamos pasar la corrida tropical, suspendíamos las tareas, para de ahí emprender el regreso. ¡Otra hora de camino!; pero, ¡Cuánto gozaba cuando nos sorprendía la lluvia en el camino!
Era también en temporada de lluvias cuando el agua corría a raudales por el canal. Ahí nos bañábamos mis amigos del barrio de La Presa. Pero más divertido aún era cuando acudíamos a Los Arcos y al Corazón. El agua cafesosa nos llegaba hasta el cuello. Muchos de mis amigos ahí se enseñaron a nadar. Yo nunca aprendí.
También se aventaban unos “picados” muy vistosos y hasta echaban maromas en el aire. Yo, en cambio me subía a una piedra y de ahí me arrojaba al agua, pero eran sonoros “panzazos” que desparramaban el agua a cuatro o cinco metros a la redonda.
Fue también en Los Arcos donde se me formó una hernia inguinal. Claro, a causa de los “panzazos”. Durante casi 17 años me mantuve con ese problema; y al menos en 10 ocasiones me vi en serios aprietos. Casi se me estrangula el intestino. Me salvé de una peritonitis. Hasta en 1987 –cuando tenía 29 años—me operaron. Supe entonces lo que era batallar en un hospital, por primera vez. Permanecer encamado por muchas horas, casi sin moverse, comer alimentos raros y desabridos, ¡Y las batallas para ir al baño! ¡Ufff!
En “tiempos de aguas” solíamos mis amigos y yo bajar y subir cerros, caminar por las veredas con resortera en mano. Cortábamos agualamas y tunas cubriendo nuestras manos con un trozo de cuero para no “enguatarnos” o espinarnos.
Tratando de no ser descubiertos allanábamos los huertos que se encontraban a la vera del canal para embolsarnos los mangos que caían al piso, mangos criollos, dulces; ¡Cómo me encantaban las albérchigas! –unos mangos diminutos pero extremadamente dulces–.
Mucho nos divertíamos jugando fútbol en la calle bajo los fuertes aguaceros. Pateábamos los charcos de forma intencional para “bañar” a los rivales. Al final nos reuníamos en algún domicilio, contentos, felices. Escuchábamos las peleas de box y coreábamos los nombres de los ídolos del momento: Vicente Saldívar, Ultiminio Ramos, José Medel, El Alacrán Torres, Rubén Olivares…
Hoy… hoy me doy cuenta que la lluvia atrapa los recuerdos. Los hace nuestros al fin. Por eso es inevitable observarla.
¡Me gusta ver caer la lluvia!… verla caer sobre mi rostro porque nadie nota si estoy llorando, por esto, por aquello, o por lo otro.
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