Elisa tenía 79 años y llevaba meses internada en el hospital. Una insuficiencia cardíaca la había hecho permanecer en ese lugar, más del que hubiera querido.
La anciana tenía familia; hijos y nietos que estaban muy ocupados como para visitarla seguido. Su soledad era grande y su miedo aún mayor.
La sala de hospital era fría y más de una vez Elisa quedaba sola. Había dos camas en ese cuarto, pero quienes la ocupaban así como llegaban se iban; tal vez más jóvenes, seguramente con más salud, nunca se quedaban mucho tiempo. Sólo Elisa permanecía en aquella sala donde ni siquiera la ventana ofrecía un panorama que la distrajera o la hiciera pensar en otras realidades que no fueran la del hospital.
El día parecía no tener fin y las noches eran interminables pues en ella habitaban todo tipo de fantasmas. Sola, a oscuras y en silencio. La única interrupción a esa dolorosa monotonía era la de las enfermeras quienes, diligentemente, cumplían con su labor, pero nada más allá de ello.
Al lado de la cama de Elisa había una silla, casi siempre vacía. Pocas eran las visitas que recibía la anciana y el personal del hospital jamás se sentaba en ella. Miraba esa silla pensando en su significado. Para ella, no era sólo un mueble, era sinónimo de soledad, de silencio, señal de que nadie se detenía a conversar con ella, a interesarse por ella.
Tal vez, el mal más grande que padece alguien que está internado no es la enfermedad que lo llevó hasta ahí, sino el miedo, la angustia y la soledad.
Elisa tenía miedo y más miedo aún tenía de noche, como si volviera a su niñez, pero ahora sin sus padres para consolarla. Sufría no tanto por su afección cardíaca, sino por la vida que llevaba en esa cama de hospital, por esa silla casi siempre vacía, por el silencio, por una ventana que tampoco mostraba algo bello con lo que ella pudiera soñar.
Una noche toda cambió. Entró al hospital una doctora joven que se encargaría de hacer las rondas nocturnas y pasar habitación por habitación a controlar a los enfermos.
Antes de comenzar su primer recorrido, preguntó a las enfermeras por cada paciente y cuando una de ellas habló de Elisa, se refirió a anciana como una persona malhumorada, a quien no le gustaba el té que le servían, que siempre tenía un problema o una queja.
- Empezaré mi ronda con ella – dijo entonces la joven doctora –.
Llegó a la habitación de Elisa, se quedó parada en la puerta para ver si la anciana dormía y no molestarla. Vio que estaba despierta y preguntó:
- ¿Puedo pasar?
La anciana se sorprendió, nunca nadie preguntaba si podía pasar o no, pero fue mayor su sorpresa cuando vio que esa joven doctora tomaba la silla, la acercaba y se sentaba en ella.
- ¿Cuál es su nombre? – preguntó con una sonrisa, una sonrisa que a Elisa le pareció un regalo del cielo, así como la pregunta –.
Esa situación tan simple como la de sentarse a su lado y preguntarle cómo se llamaba fue lo más bello que le había sucedido a la anciana desde que estaba internada.
La doctora ya sabía de su afección cardíaca y no era acerca de su enfermedad sobre lo que quería conversar. Le preguntó por su familia, con qué frecuencia la visitaba, cómo se sentía, a qué le temía, entre otras cosas.
Elisa le contó de su soledad, de su miedo que no era tanto a la muerte sino al desamparo amoroso, de los fantasmas nocturnos, de sus noches eternas y sus días interminables. Le contó de las enfermeras que se limitaban a cumplir con su deber, pero que ni siquiera se detenían un momento a conversar.
De pronto la anciana miró a la doctora y le preguntó:
- ¿No me tomará la presión? ¿No me revisará?
- No Elisa, no he venido a eso.
- ¿Y a qué ha venido entonces doctora?
- A conocerla, a conversar un ratito con usted, no puedo atender a un paciente si no lo conozco ¿no le parece Elisa?
- Si me parece, pero creo que los demás no opinan lo mismo – contestó la anciana con tristeza –.
- Todo puede ser diferente ¿no cree? siempre estamos a tiempo de cambiar, siempre el día de mañana puede ser mejor. A propósito ¿Por qué no le gusta el té que le sirven?
Elisa iba de sorpresa en sorpresa.
- No es que no me guste, pero a mí me gusta el té más dulce y no consigo que le pongan más azúcar.
- No se preocupe, el té de mañana tendrá mejor sabor, ya verá usted ¿necesita algo antes de que me retire?
- No gracias doctora, ya ha hecho mucho por mí, más de lo que se imagina-contestó la anciana.
Por primera vez en tantos meses, Elisa durmió muy bien. Esa joven doctora sabía que no bastaba con atender a alguien enfermo en lo que a su salud se refiere, sino que las personas necesitaban conversar, sentir que son personas más allá de pacientes, hablar de sus miedos y por qué no de sus sueños también.
La mañana siguiente empezó diferente, la enfermera preguntó a la anciana cuánto más azúcar quería en té y cómo había pasado la noche. Sin dudas y como la doctora lo había dicho, la realidad podía ser un poco mejor.
La joven habló con todo el equipo de enfermeras y pidió expresamente que, en la medida de sus posibilidades, dedicaran unos minutos a conversar con los pacientes, a preguntarles aunque fuera cosas sencillas y que se sentaran de vez en cuando en las sillas que se ubicaban cerca de las camas para que al menos, ese ratito, los enfermos se sintieran más acompañados.
No sólo los días de Elisa cambiaron. La mayoría de las veces, para cambiar la realidad, sólo hacen falta pequeñas cosas que a la vez son inmensas, gestos de cariño y atención, preocupación verdadera por el otro, una conversación, una pregunta y una escucha atenta.
Las personas enfermas son muchas más que pacientes, son seres humanos que padecen soledad y temor y que más allá de remedios y tratamientos, lo que más necesitan es amor y atención.
La silla de Elisa dejó de ser un mero mueble, los fantasmas de la noche se alejaron y la ventana de sala le ofrecía cada madrugada, la certeza de que el día siguiente podría ser más bello.
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