Cuentan en Ixtlán que en el mes de noviembre, en el que todos recordamos a nuestros fieles difuntos, hace mucho tiempo, justo a la media noche se escuchaban los funestos sonidos de las campanas de la parroquia de Santiago Apóstol preparando la salida de las almas que empezaban a despertar de su oscuro letargo.
Don Carlos, un señor de edad madura había salido al pueblo a vender leña para poder comprar veladoras, pan, vino y algunas otras cosas que le faltaban para terminar de adornar la ofrenda para sus muertitos. Mientras, en su casa, su esposa colocaba al pie de la ofrenda la medalla de oro que don Carlos ponía todos los años en la ofrenda y que había pertenecido a su tatarabuelo, la cual había pasado de generación en generación hasta llegar a las manos de don Carlos.
Se dice que don Carlos después de vender su leña se metió en una cantina a gastarse el dinero que había ganado. Con unas copas encima decidió regresar a casa, cuando fue sorprendido por los funestos sonidos de las campanas de la parroquia que anunciaban las doce de la noche.
En el camino, dentro de la oscuridad de la noche, don Carlos descubrió un grupo de gente que caminaba con rumbo opuesto al de él. Se dio cuenta que en sus manos llevaban comida, fruta, pan, agua y licor y que atrás de ellos una persona que vestía elegantemente llevaba consigo la medalla de oro que había pertenecido a su tatarabuelo.
Don Carlos les gritó: “¡Espérenme, esa medalla que lleva el señor de atrás me pertenece!”… Las personas se fueron alejando sin hacerle caso, pero don Carlos insistió: “¡Oiga señor, esa medalla que lleva puesta es mía!”.
Repentinamente, el señor que vestía elegante se volvió. El bombín que llevaba puesto oscurecía su rostro llenándolo de misterio, por lo que don Carlos no pudo reconocer a éste.
Un relámpago deslumbrante y ensordecedor iluminó el rostro de aquél hombre dejando ver en él solo huesos. Un frío intenso recorrió el cuerpo de don Carlos, mientras que el hombre con voz misteriosa le decía: “¡Vete a casa, aún no es tu hora!”.
Perplejo por lo ocurrido, don Carlos regresó a su casa; pero ¡Oh sorpresa!, la medalla de oro que llevaba aquel hombre permanecía al pie de la ofrenda que don Carlos había hecho para su tatarabuelo.
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