
Caminando y trotando, trotando y caminando; pero al final de cuentas logré llegar al Arca de Noé. Y el problema no fue la “ida”, sino el regreso. Las piernas me temblaban, mi corazón latía con más fuerza y además sentía un sobrepeso en mi abdomen derecho –producto seguramente de la flacidez de músculos–.
Tuve que detenerme en dos o tres ocasiones para no devolver el estómago. Estuve tentado a pedir “un ráid”, pero se antepuso mi orgullo y las ganas de iniciar un proceso de reejercitamiento, por salud propia, más que por vanidad o que cualquier otra cosa. Afortunadamente todo salió bien y hasta puedo decir que me siento mejor.
Esta primera caminata tuvo como meta el Arca de Noé, rumbo a la salida hacia Amatlán de Cañas; pero también aproveché para recordar aquellos sitios que solía frecuentar durante mi niñez, adolescencia y juventud.
Así, atravesé el Cerrito –conocido también como La Copa de Oro–; solo que en lugar de aquella estrecha vereda ascendí por la escalinata que se construyó en el trienio pasado.
Me enfilé sobre el andador, caminando, caminando; y entonces arribe a la finca que durante mucho tiempo ocupó Don “Toño Aladino”. No noté muchos cambios, pero fue entonces que recordé la vez aquella en que sufrí una fuerte quemadura en el cuello…
… Tendría yo algunos nueve o diez años de edad; y ese día mi amigo Sixto Varela nos había invitado a cacería. Éramos alrededor de cinco chavalos. A todos nos encantaba ese tipo de aventuras. Siempre regresábamos con algo a la casa – un armadillo o un conejo, un mapache u otro animal silvestre–; pero aquella vez no nos fue bien. Al contrario, fue una noche desastrosa por el incidente registrado.
Nos adentramos por entre el monte, y nada. Luego recorrimos el río y tampoco avistamos ninguna presa… “Vamos a echarnos un café, ahí con Pedro”, dijo Sixto, refiriéndose a Don Pedro Varela, quien a esa hora quemaba un horno, en su ladrillera, casi frente a la finca de Don Toño Aladino.
Y efectivamente, el señor Pedro Varela le atizaba a la lumbre utilizando un asta de madera de dos o tres metros, provista de un artefacto metálico en forma de gancho en una de sus puntas. A esa “estramancia”, si mal no recuerdo, le decían “El torito”.
Con él, Pedro Varela “jalaba y empujaba” los trozos de leña por entre los boquetes que se observaban al pie del horno. Se trataba de avivar la lumbre para que aquellos adobes adquirieran la consistencia deseada hasta convertirse en ladrillos de color rojo.
En una de esas, vi que Don Pedro extraía “el torito” de uno de los boquetes. Supuse entonces que lo colocaría en posición vertical, pegado al horno; y, sin medir las consecuencias intenté atravesarme para aprovisionarme de unas galletas que estaban en el piso, envueltas en papel…
¡Craso error!, pues resulta que el señor Varela había sacado el asta de madera para introducirlo a otro boquete. Pero antes hizo una maniobra que provocó que el torito –es decir, el artefacto metálico en forma de gancho—quedara sobre sus espaldas, justo por donde yo pasaba en ese instante.

Aquel fierro enrojecido y deslumbrante tocó ligeramente mi cuello, provocándome mucho dolor. Todos se asustaron, pero en grado superlativo; y evidentemente compungidos me llevaron a la casa de Don Toño Aladino… Yo emitía gritos lastimosos. La piel se desprendió al instante, y ahí en esa finca me aplicaron un remedio casero, utilizando manteca de cerdo.
Luego me colocaron un pañuelo. Se veía horrible la herida; y al día siguiente mi cuello empezó a exhibir aquella marca – en forma de curita -. Mi piel morena contrataba con esa huella rosada.
Algunos pensaron que era marca de una soguilla y no faltaron los comentarios chuscos, “Qué, ¿te quisiste ahorcar o qué?”. Pero no, aquella marca era producto de esa quemadura que me produjo el maldito “torito”; y aún ahora, a más 40 años de distancia, se me sigue apreciando aquella huella.
Este incidente –insisto—fue traído a mi memoria ahora que realicé esta caminata hacia el Arca de Noé; pero también rememoré mis andanzas en el trapiche de Don Lauro Bañuelos, los días aquellos en que me trasladaba a la zona del Coastecomate para “alzar” o “tirar” químico en las parcelas del lugar… la congestión que me ocasionó la ingesta de zapote y muchas otras cosas más que narraré en ediciones posteriores.
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