¡No puedo olvidar aquella imagen de mi padre!, desorientado, obnubilado. Llegó a la casa de la mano de Pedro Meza. Solté unas lágrimas al verlo en ese estado. Su maltrecho rostro exhibía algunas hematomas; sus ojos entrecerrados y amoratados por los golpes.
Había llegado a Ahuacatlán en la víspera, proveniente de Guadalajara. Tendría entonces algunos 78 años, pero al descender del autobús equivocó el camino y en lugar de dirigirse hacia la casa se encaminó hacia el lado contrario.
Oscurecía a esa hora. Fue sorprendido entonces por unos malhechores. Lo despojaron de sus escasas pertenencias y aparte lo golpearon causándole varias heridas. Pasó la noche bajo un guardaganado, cerca de la Granja de los hermanos Romero. Pedro Meza lo encontró al día siguiente, él lo condijo a casa de mi madre. Lo curamos y luego nos narró esa terrible experiencia.
Este y otros episodios recordé ayer que se celebró el Día del Padre, al que por cierto nunca le regalé nada.
Como deslumbrante flash deslizo las cortinas del tiempo y caigo en cuenta que mi progenitor tendría ahora 106 años de edad.
Mi padre, Agapito Nieves, murió en Tepic, en la clínica del ISSSTE para ser exactos. Septiembre de 1994, bien que lo recuerdo. De pronto tuvo una insuficiencia respiratoria, y esta complicación obligó a la familia a trasladarlo de Ahuacatlán a la capital del estado para internarlo en el referido nosocomio.
“¡Llévenlo a urgencias!”, nos habría dicho el doctor familiar. Y, efectivamente, tras valorarlo, los médicos del ISSSTE dispusieron someterlo a Terapia Intensiva.
Casi una semana permaneció en esa área, en un cuarto aislado. Me tocó “velarlo” una o dos noches. De vez en cuando me miraba. En su rostro percibí un dolor indescriptible.
- ¿Cómo se siente apá? – le inquirí –.
- ¡Muy mal Polilla! – así me decía –; creo que ya no nos vamos a ver, me dijo, en tanto me apretaba con su mano.
Un par de lágrimas corrieron por mis ojos, pero para no inundarlo más de tristeza, opté por salirme dirigiéndome a la sala de espera. Era de madrugada y, coincidentemente, a esa hora solamente se encontraba en ese espacio un muchacho al que conocía como “el güero tacones”, residente de Ixtlán, quien a su vez “velaba” también a un familiar.
- ¿Qué andas haciendo por acá, Nieves? ¿Tienes enfermo a algún familiar”, me dijo…
Le conté mis penas y entonces sí ya no me pude aguantar. Lloré, lloré y lloré, pensando en que el final de mi padre se acercaba.
Estuve con mi padre toda la noche sin dormir nada, cuando en eso llegó mi hermana Gloria para “hacer el relevo”; y al filo del medio día emprendí el regreso a Ahuacatlán a bordo de un autobús Norte de Sonora.
Después de casi dos horas me vi caminando por las calles de mi pueblo; triste, sumamente acongojado; y una cuadra antes de llegar al domicilio de mis padres noté mucho movimiento. La sangre se me congeló. Corrí, y cuando estaba a punto de traspasar la puerta, otro de mis hermanos me detuvo y me soltó la cruel noticia:
- Ni modo. Acaba de fallecer.
Me quedé estático. Luego me encaminé hacia el baño y lloré en silencio. Se había marchado mi padre, el hombre que me enseñó a leer, el hombre que me enseñó a crecer a través del sufrimiento, curándome las heridas y consolándome en mis lamentos.
¡Gracias apá, ¡Muchas gracias! por el ejemplo de la honradez, del entusiasmo y la calidez!; por los regaños y desacuerdos, por las verdades y descontentos…….
Gracias por enseñarme a dar de intensa forma y nada esperar, por los consejos y las caídas. ¡Por enseñarme cómo es la vida!
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