Tableta, media tableta o cuarterones. Lo que alcanzara el bolsillo, pero la señora Pepita nunca tuvo inconveniente de vendernos la cantidad que fuera; cinco centavos, diez, veinte o un “tostón” – hasta ahorita no he sabido por qué se le decía así a las monedas de cincuenta centavos de aquel entonces –. El caso es que ahí con ella comprábamos esos trozos de chocolate.
Chaparrona ella, de complexión delgada, rostro afilado, Doña Pepita Carrillo elaboraba un chocolate ¡tan sabroso! ¡Qué chocolate Abuelita ni qué nada!; este sí era de cacao puro; azúcar y consistencia al punto.
La bebida que con estas tabletas cocinaban las mujeres satisfacía por completo los paladares; rica, espumosa. No se utilizaban licuadoras, sino batidores de madera el cual agitaban con las palmas de ambas manos, hacia atrás y hacia adelante, adelante y hacia atrás.
La señora Pepita habitaba una finca que se situaba en la esquina de las calles Morelos e Ismael Zúñiga en el barrio de El Salto, contra esquina del domicilio que por muchos años habitó el famoso “Zarco”.
Los chavalos que en aquellos años – época de los 60,s y 70,s, asistíamos a le escuela Morelos solíamos comprar uno o más trozos de chocolate que normalmente exhibía en una pequeña mesa de madera, cuadrada. En ese sitio se estableció después una tienda de abarrotes, propiedad del señor Ernesto Campos – al que algunos conocían como Guayabillo -, yerno de doña Pepita.
Era la de Pepita una casa común y corriente, con sus puertas y ventanas de madera, techo de teja. Muros de adobe, mesa de madera, sillas de palma; hasta cierto punto tenebrosa, poca luz y escasa ventilación.
Anoche, antes de caer en los brazos de Morfeo, recordé aquellos pasajes. Tiempos blancos, época de los radios de bulbos, de calles pedregosas, de escasos autos, faroles en las esquinas, de inocentes juegos, ¡Mundo de colores!
En la cuadra anterior, tomando como referencia el oriente, se alzaba la rienda de “Las Parritas”, esa que atendían Lola y Lupe!; lugar donde podía uno encontrar prácticamente de todo: Ropa y calzado, abarrotes de todo tipo, ollas y cazuelas (de peltre), artículos de merecería, papelería, perfumería y hasta de farmacia.
Lola y Lupe, de las mejores vendedoras que ha conocido este escribano; sin niveles de estudio relevantes, pero dueñas de una capacidad sorprendente para eso de la mercadotecnia, fiado o al contado, como el cliente lo pidiera.
Por esa misma arteria, a escasos metros de la escuela Morelos, justo en la esquina con la calle de Reforma, funcionaba la Tienda de don Salvador Romero, hermano de Vicente y de Chepote, familia muy reconocida en Ahuacatlán…
En esta otra tienda se vendían artículos esenciales para la vida cotidiana de un hogar, manteca y café de grano (en esos tiempos casi no se usaba el café soluble), pan y petróleo, pastas y azúcar, sal, arroz, Etc.
La tienda de don Salvador Romero tuvo poco tiempo de vida; o al menos no tan larga como la de Las Parrita o la de Chuy el Mara y otros establecimientos comerciales de la época, algunas de las cuales siguen vigentes y de las que hablaremos en un artículo posterior.
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