Con su uniforme beige y blanco, el oficial de tránsito hizo señas para que desviáramos la trayectoria, siendo entonces que nos enfilamos hacia el norte de la Avenida de la Cultura.
Hace muchos años que no recorría esa ruta, pero eso me hizo recordar mi época de universitario – finales de los 70’s y primer año de los 80’s –.
Desde que tomamos la avenida estuve atento observado los edificios de al lado. Busqué afanosamente el Mesón de los Deportes y apenas pasaban dos o tres minutos cuando avisté ese edificio que se construyó hace muchos ayeres, escenario de grandes acontecimientos deportivos.
Cuando estábamos justo frente al Mesón de los Deportes giré mi cabeza hacia la derecha con la intención de ubicar la Casa del Estudiante, cuyo inmueble me dio cobijo cuando cursaba la licenciatura en turismo.
Todo transformado. Aquellos huizachales, veredas y caminos desaparecieron hace mucho para dar paso a edificios y fincas ostentosas, avenida y calles bastante transitadas. No logré de momento distinguir aquel recinto estudiantil que me dio cobijo durante tres años, con sus muros color azul, sus cuatro cuartos acondicionados para 25 estudiantes cada uno, incluyendo sus áreas de estudios.
Sentí la nostalgia del pasado, pero no logré divisar ese inmueble y ni tampoco reparé en aquella pequeña tienda de abarrotes regenteada por don José, un hombre flacucho, de andar lento y pelo blanco blanco como la nieve, el mismo que una ocasión se negó a venderme un litro de leche – envasada en botella de vidrio – esgrimiendo un argumento que me causó mucha gracia. “Ay muchacho, nomás me queda un litro, pero si te lo vendo ¿después qué vendo?”, recuerdo que me dijo.
En lugar de aquella tienda me pareció distinguir una estética. Más adelante miré una papelería, una negocio de fotocopiado y otros comercios. Las veredas y caminos se esfumaron para dar paso a la urbanidad.
Era ese punto donde tomaba o me bajaba del camión, al que llamábamos “El Circuito”. Recuerdo que había dos o tres rutas para ir o regresar del centro. A uno de ellos lo distinguíamos por su inconfundible color amarillo. Se conocía como el “vía estadios” y ello se prestaba a la broma: “¿Conoces a Elvia?”. “¿Cual Elvia?”. “¡El vía estadios jijiji”… Los otros eran color naranja: “La cruz, vía Veracruz”, y “Uni Nay – Moctezuma”.
De todos modos no faltaba la chirigota, como aquella que contaba mi amigo “Chico Zaragoza” (a) “El Fierrolo” y al cual le encantaba mofarse de los demás, aunque a veces parecía ensañarse con los que le inspiraban más confianza, cuál era el casi de Lupe Ledesma, cuya voz era un tanto gangosa.
El buen Fierrolo aseguró que una vez venían a bordo de un camión él y Ledesma y que una cuadra antes de llegar a la esquina – frente al Mesón de los deportes – le pidió al chofer: “ahan chófer” (queriendo decir bajan chofer); pero resulta que el conductor del circuito no se detenía… Lupe insistió: “ahan chófer”. Pero el chofer parecía no escucharlo. Al menos cinco veces pidió al chofer que detuviera su marcha y el cual, arqueando su ceja espetó: “y hi higue emehándome no e ahgo”, queriendo decir: “si me sigue remedando no me paro”… ¡Y es que también el chofer era gangoso!
Después volví a pasar por la misma Avenida de la Cultura, pero esta otra ocasión no me quedé con las ganas y desvié mi trayectoria para ver si ahora sí podía distinguir la Casa del Estudiante. Tuve éxito. Incluso tomé algunas imágenes.
En fin. Fue aquella época una de las más importantes de mi vida. Tiempos hermosos, plagados de anécdotas diversas como estas que acabo de mencionar. Recuerdos que forman parte de mi pretérito.
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